La huella de las ausencias. Un relato sobre Walada
01/10/17. Desde mi ventana. Enlace al artículo.
«Recuerdo que los años después de tu muerte deseé en ocasiones la mía sólo para poder encontrarme contigo en el paraíso».
Con estas palabras empieza la narración de Walada, y es mucho lo que en ese instante se abre ante nuestros ojos: además de la voz singular y poética de la instruida y orgullosa princesa omeya lamentando sus ausencias (la del amado Ibn Zaydún, pero también la del padre, y la de un mundo a medio derruir: «la Córdoba que todos idolatrábamos y mitificábamos y a cuya decadencia asistiríamos»), la realidad palpable de ese espacio-tiempo tan distinto al nuestro salvo quizás en una cosa: la conciencia de que el cultivo de la poesía y el conocimiento, de que la educación, son armas inefables para enfrentarse al difícil combate de la vida.
Nos encontramos ante una mujer singular de la que se conservan realmente pocos datos y menos escritos, apenas nueve poemas que nos esperan pacientes en el apéndice final. Posiblemente porque muchos de sus versos sirvieron, delicadamente bordados, de efímeros adornos de sus mantos y sus vestidos, tal como se recoge en la segunda parte de este hermoso tratado de soledades.
Sin embargo, a través de estas páginas, de sus cinco partes como delicados pétalos de un jazmín, la poeta Míriam Palma reconstruye no tanto una vida, con sus avatares, su evolución y sus decepciones, sino una sólida y bien definida personalidad.
Y ese es uno de los elementos que más admiro de esta obra (y no es el único), cómo la autora es capaz de trasladarnos, en una consistente ensoñación poética de exquisita y exacta factura, a la Córdoba del siglo XI sin que sintamos extrañeza; cómo el discurso de esa mujer singular, que invoca al poeta muerto pero también a todos nosotros (esas llamadas de atención mediante el uso de la segunda persona nos mantienen atentos, involucrados, como un personaje más de la historia que tuviera acceso a su zaguán), se desgrana con solvencia y sin escollos hasta dibujárnosla en todas sus facetas y etapas de la vida, desde su orgullosa y desafiante juventud marcada por un sentimiento de superioridad y de menosprecio hacia su entorno («en ocasiones llegué a sentir una especie de perverso gozo al saberme enjuiciada por ésos a los que yo consideraba sólo como insulsos, necios y envidiosos») hasta la calma de sus últimos años, momento en que se decanta por enseñar e incluso crear una escuela para mujeres; algo que, desde nuestra mentalidad y nuestros escasos conocimientos sobre la época del califato, nos resulta extraordinario, sorprendente.
Es verdad que es su condición aristocrática la que la coloca en una situación de privilegio. Sin embargo, «No era un mundo fácil aquél en el que estaban cerradas tantas puertas», y, aun así, la protagonista de esta ficción histórico-poética, que «Embelesada escuchaba los pormenores de las gestas de aquéllos que tenían permiso para ser grandes», consigue, por encima de todo, batallar y mantener su independencia, su libertad, sus «sueños de hombre», hasta que poco a poco va comprendiendo y aceptando su propia identidad, cuando aprende a quitarse «el fino velo que, pese a todo, había llevado sobre mi cuerpo y mi mente. Ese velo que, en mi caso, impedía no el ser vista, sino realmente poder ver», y eso la convierte en alguien único y sabio.
En ese punto, ya en la última parte del libro, se abre paso un pequeño tratado o defensa feminista, así como una declaración, esa a lo largo de todo el relato, de su vocación poética, pues «la escritura seguía prometiendo ser el mejor modo que tenía para resarcirme de las pérdidas, […], el único modo para lograr que mi corazón perdonara y encontrara un poco de calma».
Para mí que esa última manifestación, más que de Walada, es de una autora completamente enamorada de su personaje, pero aún más convencida de su lugar en el mundo: el de la defensa de la palabra, el amor por la escritura (qué hermosos los fragmentos en que se nos habla del placer del aprendizaje), la extensión del conocimiento y la convivencia de todos los mundos posibles. También el de la ficción y la realidad, a veces separados por un «enorme abismo».
Pues, esperando que exista «un parnaso para los amantes poetas», donde en un futuro muy lejano se reencuentren las dos protagonistas de esta reseña, solo me queda recomendar la lectura de La huella de las ausencias, todo un lujo para el corazón y los sentidos.
Elena Marqués