1.
Me habló como un padre desde el primer momento. Me agarró del hombro con un ardor que yo no había conocido nunca -amenazante también-. Me podría haber pegado un tiro allí mismo como ya había hecho con otros de la banda solo por diversión.
-Algún día encontrarán petróleo en estas tierras. Ese será mi legado- me dijo como si yo fuera un ignorante.
Los que me habían conducido hasta él contaban que vivía rodeado de un pequeño ejército privado –aunque mi camino por aquellas tierras había sido solitario-. Aseguraban también que nunca salía de El Rancho desde donde llevaba sus negocios y vivía con más de un centenar de prostitutas –sus damitas- que había ido recogiendo de las calles durante los últimos años. Las damitas eran libres de irse cuando quisieran pero, por algún motivo, no se conocía a ninguna que hubiera regresado de allí. En cuanto a este detalle, El Rancho no era muy diferente a la muerte.
A él le llamaban el Magnate y vestía siempre de luto.
-Por todos los que se me han muerto, hijo- me explicó brevemente mientras conducía a toda velocidad por el desierto señalando con su reloj de oro un racimo de tumbas al borde del camino junto a las que se paró a orinar.
-Esos pobres- dijo –.Ya sabes lo que pasó. Te habrán contado…- aunque desde luego a mí nadie me había contado nada.
De lo que sí estaba seguro era de que había tenido que caminar diez horas por caminos de tierra a pleno sol por un desierto que ni los lagartos honraban para llegar a El Rancho y mi traje –el de mi padre, que antes había sido de mi abuelo- estaba polvoriento y llevaba los zapatos ensangrentados.
Un cuatro por cuatro negro se acercó con un murmullo de arena. -Eh, Pelegrino. Sube- me dijo una voz desde el interior del todoterreno del que salía una cálida música de un bolero. Me dio miedo mancharle el auto de sangre así que le señalé mis pies heridos.
Estuvo tres horas conduciendo por caminos en busca de una manada de lobos que, según decía, frecuentaba el páramo, pero yo al menos no alcancé a verlos. Me limité a guardar silencio todo el tiempo, solo respondía sí o no cuando él me preguntaba. Si tenía que extenderme, utilizaba dos o tres frases a lo más.
-Aguántale el silencio. Aguántale firme, Peregrino. No parlotees como un idiota o te pegará un tiro- me había advertido Candelario.
Cuando se cansó de cantar boleros detuvo el coche.
-Estás dentro, Pelegrino. Sé que has estado en otras bandas pero ahora estás con nosotros. Estás con los buenos. A partir de ahora quiero que seas como esa manada de lobos que hemos visto. ¿Has comprendido?
Me bajé del cuatro por cuatro e intenté ubicarme pero no veía la nube de polución de la ciudad hacia el norte, por lo que debía de estar a no menos de treinta kilómetros a pie de mi casa y el frío de la noche ya caía sobre el desierto.
Y así fue como yo conocí al Magnate, aunque él ya lo supiera todo de mí.
2.
Llegué a casa destrozado y descalzo –los zapatos los había enterrado junto a un cactus con pose de boxeador-. Lupe me miró espantada desde el quicio.
-Estamos dentro, Lupita. El golpe será dentro de tres días -le dije mientras me hundía en su escote y ella se moría de la risa pero de puro miedo. Después me lavó en la pila con mucha lentitud –así lo hacía todo Lupita, sin que yo me diera cuenta- y luego me vendó los pies para que pudiera caminar. Estaba muy feliz porque había encontrado un pequeño tocadiscos en el vertedero.
Al día siguiente, Candelario nos esperaba junto al autolavado Perico’s Dawn. Vestía como una feria de antigüedades ambulante. Los espejos de sus lentes eran de vitrina vieja.
-Qué te dije, Peregrino –dijo con un manotazo-. El Magnate te aprecia. Ahora eres de los nuestros. Y Lupita está dentro también. Ya sois parte de la familia –me abrazó con tal fuerza que casi me dispara con los dos revólveres que llevaba encima.
Lupe se había empeñado en ponerse su camisa de calaveras y su chaquetita de cuero y yo intuía que aquello no nos traería nada bueno. Candelario estaba bastante nervioso y no hacía más que mirarla como un borracho que se acerca a las vías del tren. Caminamos dos cuadras y el rechoncho matón nos enseñó a disparar con revólver junto a la tapia de un colegio. En las ventanas, las cabecitas de los escolares se agachaban con cada sacudida. Un maestro vino a quejarse pero, cuando estuvo cerca, pareció reconocer a Candelario y volvió por donde había venido.
-Vamos, vamos, que el golpe será dentro de dos días y tenéis que estar bien preparados. No quiero a ningún pussy trabajando conmigo- advertía Candelario.
El resto de nuestra preparación aquella tarde consistió en beber en un tugurio hasta caernos del taburete con los revólveres encima de la lustrosa barra. Lupe me cantaba al oído una melodía que me llegaba en sordina por el extraordinario volumen del alcohol que servían en la Taquería Cabriola. Recuerdo que Candelario bailó con ella y le habló al oído.
3.
La noche anterior al golpe Lupe se había empeñado en salir de cantinas con un vestido nuevo -del que yo no sabía nada- y no había regresado en toda la noche. No había sido capaz de impedírselo, estaba demasiado nervioso. Además, si se quedaba en casa, ponía aquel ridículo tocadiscos que me hacía llorar como un crío.
Candelario nos esperaba en un auto que parecía un relicario de tan lleno de huesos que estaba. Saludé fríamente y nadie me preguntó por Lupe. Lo que me pareció un mal presagio.
-Si todo sale bien, tengo un regalito para ti, Pelegrino-.
Yo le regalé mi silencio para que no me temblara la voz. Los otros dos esqueletos que ocupaban el asiento trasero se llamaban Andrés y Andrés –Hola, Hola- y los dos tenían cara de llevar muertos varios meses.
Cuando llegamos al banco, todo ocurrió bastante rápido. Candelario me tendió un revólver –del que solo pude comprobar que no tenía balas- y los dos entramos por la puerta delantera de la banca. Andrés y Andrés esperarían en el callejón de detrás. La caja fuerte estaba completamente abierta cuando llegamos por lo que solo tuvimos que coger seis cajas de caudales llenas de billetes y salir por la puerta trasera. Allí nos esperaban Andrés y Andrés armados, uno con una estaca y otro con la tapa de un cubo de basura.
-No ha aparecido nadie- informó uno de ellos, el más infeliz, a Candelario, que les descerrajó un tiro a cada uno a menos de un metro y medio. No recuerdo las caras de aquellos pobres, sino la estaca partida en dos en mitad del callejón.
Cuando llegamos al coche, Candelario puso las cajas en el maletero y nos sentamos a escuchar los resultados deportivos en la radio.
-Aquí está tu regalo, Pelegrino- me dijo mientras me tendía una reluciente placa de policía.
-Ya eres compañero del cuerpo, hermano. Pronto tendrás tu uniforme.
Me dio un abrazo justo cuando saltó la emisora de radio de la policía. Anunciaban un tiroteo en barrio Laminilla. Candelario puso la sirena en el techo del auto y dimos una vuelta a la manzana para hacer un poco de tiempo mientras llegábamos al callejón donde nos esperaban Andrés y Andrés en el peor día que podrían recordar.
Cuando llegué al apartamento, solo me esperaban un tocadiscos viejo con una enorme colección de discos de boleros y un par de zapatos nuevos.
Por Davor Bohórquez.
¡Maravilloso, me ha recordado un libro que leí el año pasado de uno de mis escritores favoritos: “La última oportunidad”, de Richard Ford!
Enhorabuena y no te vayas más, petardo.
Muchas gracias por tus palabras Jose!
PD. No he leído nunca a Ford, así que tomo nota.
Ahora que José lo dice, sí se me viene a la cabeza Ford… y por supuesto Carver y alguno que otro más. Incluso alguna escena de alguna peli (eso tenéis, Davor y José en común cuando os leo). ¡Enhorabuena!