– ¿Cómo estás? Hace mucho que no nos vemos…- Por más que lo miraba no podía creérmelo. Le había crecido la barba, parecía un poco desmejorado, pero su mirada mantenía esa frescura de quien permanece joven, pase lo que pase. Por su mirada sabía que realmente era él, y no una de mis quimeras, quien me hablaba.
– Pero… ¿qué coño haces aquí? Se supone que no se te permite salir. Menudo paquete les voy a meter a los del manicomio de mierda ése…- intentaba mostrarme indiferente y, con un tono casi tiránico, espantar a ese loco madurito que ingresé hace cuatro años en un centro psiquiátrico porque intentó estrangularme. Mi padre.
– Echaba de menos la comida de aquí- nos encontrábamos en el Little Palace, un oscuro garito como tantos otros de Brooklyn donde, hace muchos años, veníamos a cualquier hora del día a deleitarnos con nuestro bocado favorito, el sándwich mixto. No era nada especial, incluso el pan pocas veces era del día. Pero papá sabía hacerlo idéntico. De hecho, se convirtió en todo un símbolo para nosotros, porque cuando yo era más pequeño y aún vivíamos juntos, tenía a menudo pesadillas durante la noche y, cuando me despertaba exaltado, me bastaba ver una cosa para recuperar enseguida la calma y darme cuenta de que estaba en casa: en la mesita de noche estaba el sándwich mixto que papá me había preparado por si me despertaba en mitad de la noche. Pero esto fue hace mucho tiempo…
Ahora que él permanecía retenido en lo que él llamaba “the pudding prison” (cuando en realidad quería decir “the padding prison”) yo me dedicaba a venir al Palace dos o tres veces a la semana a probar el sándwich mixto. ¿Era por la comida? ¿Era por la gente del bar? ¿O lo hacía porque me recordaba a papá? No lo sé, pero tampoco importa. Nuestros actos casi nunca importan porque, a la larga, lo que queda es lo que sentimos, el sabor de boca que te deja lo ocurrido. Y, como normalmente no hacemos lo que sentimos, pensar en ello es tiempo perdido. Algo así nos pasaba a mi padre y a mí, nos habíamos hecho cosas horribles, nada que ver con una relación padre e hijo, pero nos queríamos. Y eso era inevitable.
– Bueno, ¿qué te cuentas? ¿Has encontrado ya una novia que te aguante?- no lo decía con menosprecio, sino con desdén, esa soberbia que con disimulo intenta ocultar cualquier atisbo de abrazo, lágrima o disculpa. Esa armadura del que ama con dolor y sufriendo, porque no sabe amar de otra manera.
– No, papá. Recuerda que soy homosexual. Me gustan los hombres. Fue por eso por lo que intentaste estrangularme- lejos de temer su reacción, para mí recordárselo era como un bálsamo. No era por hacerle sentir culpable. Lo que yo quería después de tantos años de confusión y decepción afectiva era, simplemente, una explicación. Yo era visceral, como él, y podía comprender su ira al darse cuenta de que no era el hijo que esperaba tener. Lo que yo no soportaba no era que mi padre hubiera intentado matarme el día que le confesé mi tendencia sexual, sino que todavía evitara pedirme perdón. Que se hubiera resignado a no tenerlo jamás. Que hubiera tirado la toalla tan fácilmente. Porque yo conocía a ese hombre y no era orgulloso. Sólo era un cobarde. Y ni siquiera por eso yo había dejado de amarle.
– Recuerdo ese día. Lo recuerdo cada noche, ¿sabes por qué?
-¿Por qué, papá?- no albergaba ninguna esperanza de que me dijera algo útil. Miré el reloj, era el momento de despedirse.
– Porque cada noche intento volver al pasado, a ese día, esperando que lo que pasó fuera una pesadilla más. Así, cuando te despertaras, volverías a tener tu sándwich recién hecho en la mesita de noche. Y, una vez más, todo estaría en calma y tú y yo juntos. Unidos por un sándwich mixto.
Fue entonces cuando miramos nuestros platos y, de repente, el presente se mostraba tan absurdo como el pasado. Así que nos echamos a reír.
O mejor dicho, me eché a reír. A carcajadas. Porque en el viejo Little Palace no quedaba nadie, tan sólo yo y los restos de mi tierno sándwich mixto, el cual me había hecho inventar un tierno padre. Me reía, porque se me había hecho de noche pensando en nada.
Por Mawi Justo.
Me ha encantado tu relato, Mawi. O es de los mejores o yo tengo un gusto raro.
Pues no sabes cómo me animas. He disfrutado de lo lindo escribiéndolo, así que ya somos dos raros 🙂