No existe más tiempo que el presente y cada instante tiene la duración exacta de lo que tarda en acontecer.
Un domingo cualquiera, en una casa como tantas, de un barrio residencial indeterminado, a las afueras de una ciudad innominada, una familia despierta y los largos días de calor y cielos azules, cuando la primavera termina, se adentran camino del verano a velocidad variable, se suceden más aprisa o más despacio dependiendo de los sueños, las esperanzas o los temores particulares de cada uno de sus miembros.
Se ha hecho de día y en el momento en que el perro, después de una noche de soledad, ruidos y picores, gime en el jardín ansioso de comida, juegos y caricias, el aroma a café caliente y tostadas recién hechas flota en el ambiente y desde la cocina asciende por las escaleras hacia los dormitorios en los que cada uno de los que están dentro de la casa anda a lo suyo.
Puede que, a esa hora, el más feliz de todos sea el último que ha venido al mundo cuando ya nadie imaginaba que pudiera venir y que no tardará en cumplir los once meses. Ocupa su espacio en una cama pequeña colocada en lo que pudo haber sido el vestidor del dormitorio principal, pero que se habilitó como cuarto-cuna cuando empezaron a llegar los hijos. Amanecía cuando se volvió a dormir después de tomar su primer biberón y lleva un buen rato envuelto en un apacible sueño con imágenes de mujeres sonrientes que lo miran de cerca y que guardan un ligero parecido con su madre.
Esta, que también se ha vuelto a dormir, tiene la cabeza trastornada por verse de pronto, sin saber cómo, caminando completamente desnuda por la calle, siguiendo cogida de la mano a un hombre que, a diferencia de ella, va vestido con un traje azul claro. Por mucho que lo llama, el hombre no gira la cabeza. Sabe que lo conoce, pero no es capaz de recordar su nombre. Ella avanza sonriente, alegre, confiada por la calle tras de él. No le importa ir así.Incluso puede decir que le provoca cierto placer que la gente la mire y se fije en su cuerpo desnudo. A la misma vez, en un rincón de su cerebro, no deja de preguntarse cómo es posible que algo así no la avergüence lo más mínimo si ella, que recuerde, nunca se ha desnudado delante de alguien que no sea su marido. Al cabo de un rato, el hombre que la lleva de la mano se da la vuelta y la mira. Ella lo reconoce al instante. Aunque ha envejecido y aparenta tener más de cuarenta años, sabe que es su hijo mayor y que se ha dejado bigote. «¿Bigote? ¡Qué cosas son los sueños!», se dice para sí misma mientras abre los ojos. Despierta ya, revive la pesadilla que acaba de tener y sacude la cabeza con el firme propósito de borrar de la mente cuanto antes su recuerdo. Percibe en el aire un leve olor café, lo que le rebela que la abuela, su propia madre, ha madrugado más que ella y se le ha adelantado. Es algo que le fastidia. Sabe que en algún momento del día su madre encontrará la forma de reprochárselo. A su lado su marido, el hombre con el que se casó hace veintiún años y que conoce desde hace casi treinta, tumbado, con la boca abierta, medio tapado por la colcha, aún duerme.
Para él, que ha pasado una noche de perros, entre llantos de niño, ardor de estómago, ganas de orinar y desvelos, el amanecer no ha llegado aún. Se encuentra conduciendo su todoterreno en medio de la noche por una carretera que no conoce, estrecha y llena de curvas. Por algún motivo que no acierta a comprender, la luz de los faros no hace más que apagarse dejándolo completamente a oscuras. Se arrepiente de la hora en la que se empeñó en comprarse aquel coche que le salió por un ojo de la cara. Aunque va a ciegas la mayoría del tiempo, no se sale de la carretera e incluso tiene tiempo de apartar la mirada del parabrisas, soltar el volante e ir pulsando todos los botones del salpicadero para probar si alguno de ellos es el que se encarga de mantener encendidas las luces. En un momento dado se da cuenta, con cierto alivio, de que está sentado en el asiento del pasajero y no conduce él sino su hija, a la que ve con la cara que tenía cuando era niña y que emocionada no deja de repetirle: «¡Mira papá, mira, conduzco sin mirar…!» «¡Lo haces muy bien cariño, pero ve despacio, ve despacio! ¡Tú siempre despacio y por la derecha!», le dice en sueños. Ha apartado de nuevo la vista y cuando la vuelve a mirar ya no es su hija la que va al volante sino una mujer a la que conoció hace años en la capital, en un congreso al que él asistió y a la que no termina de olvidar del todo. Es ella la que ahora le grita a él: «¡La curva, la curva..!» y justo en el momento en el que se desvían de la carretera y comienzan a caer por un precipicio, tras un espasmo, se despierta. «¡Vaya sueño…! ¿He roncado?» pregunta a su mujer que está ya de pie junto a la cama y que no le contesta. Mira la hora en el reloj digital de la mesita, recuerda que es domingo, que no tiene que trabajar y que le había prometido a su hija que la llevaría a conducir por primera vez el coche antes de que empezara a dar las clases en la autoescuela.
La hija, recién cumplidos los diecinueve, a la hora en que su padre sale del sueño y mira el reloj, ya está despierta. Tumbada boca arriba en la cama, lee. Lleva así casi una hora. Un libro abierto le cubre la cara. Su nariz toca el centro interior del lomo. Aspira el olor de la cola, del papel impreso, de la tinta, por eso no huele ni el café ni las tostadas que ha preparado la abuela pese a que su habitación es la más cercana a la cocina. Si la pudiéramos ver, veríamos que está llorando. En el relato una heroína acaba de morir de forma trágica, su héroe está destrozado por la pérdida. Ella siente que es a la vez la heroína y el héroe, vive en su propia carne la pasión de ambos, comprende su dolor, sufre como ellos. «¿Cómo puede ser la vida tan injusta?», se pregunta. Quiere seguir leyendo, pero no puede. Aparta el libro, pero aún no se puede ver su rostro. En un instante se ha dado la vuelta y lo ha hundido en la almohada. Sigue llorando, todo su cuerpo se estremece boca abajo con cada suspiro y sus pies suben y bajan golpeando con rabia el colchón hasta que, en un momento dado, se detienen. Ya no llora, se ha desahogado. De repente levanta la cabeza, coge un pañuelo de papel, se sacude la nariz y, de un salto, se pone de pie frente a la ventana. Sube del todo la persiana, abre la ventana, deja que entre el aire y llama al perro que desde abajo, en el jardín, alzando la vista para mirarla, mueve el rabo y ladra. Lo llama, dice su nombre. Fue ella quien le puso el que tiene. Ella la que eligió llamar Aníbal al perro que le regaló su hermano el mayor.
El mayor, el que ya no está, el que decidió irse, quizá para siempre, a vivir a una ciudad del norte a más de tres mil kilómetros y que dejó en casa al otro, al de en medio, al consentido de su padre según ella, al que odia, al que no puede ni ver y que sigue durmiendo y que no saldrá de su cuarto hasta que todos hayan perdido la paciencia, hasta que todos hayan desfilado por la puerta para rogarle que salga y haga algo de una vez y deje de pasarse el día tirado en la cama leyendo cómics y masturbándose, hasta que todos hayan maldecido una y mil veces la hora en la que se juntó con aquella pandilla de punkis de la que no se separa desde que le dio por el rock duro, la estética heavy y el anarquismo ácrata.
La abuela, en cambio, se levantó temprano, cuando no había amanecido aún. Escuchó ruido en el dormitorio de su hija, el pequeño lloraba, pero no entró ni preguntó si la necesitaban. Cansada de esperar a que se levantaran después de algunos cigarrillos y algunos tragos a escondidas, se puso a preparar por su cuenta el desayuno. No hizo zumo, no había naranjas. Desde un tiempo a esta parte siente que estorba. Su hija no le pasa ni una. Antes, durante el embarazo, con su hija todo el día acostada por el riesgo de aborto, bien que la dejaba ir a su aire, hacer lo que quisiera en la casa. Era ella la que organizaba, la que hacía la compra, la comida, lavaba la ropa, los platos, pero ahora su hija anda todo el día detrás de ella atosigando, que si esto no se hace así, que si esto no se pone aquí, que si ahora toca esto, ahora lo otro… Ya ni siquiera la deja fumar en la casa, ni beber el güisqui que le gusta. Menos mal que hay huecos para esconder botellas y noche para beber sin que nadie te observe. Si no fuera por el pequeño, ya habría vuelto al pueblo. Esa pequeña bola de carne que gatea y que pronto andará, la tiene loca. Ahora que lo piensa le viene el recuerdo de haber soñado algo antes de levantarse. Sí, lo tiene claro, que cogía al niño, el dinero del banco, un autobús…
Por Ricardo Muñoz Carrión.