Su cabeza echaba humo. Mientras caminaba, con la respiración entrecortada, en su mente reproducía una y otra vez la bronca que le iba a echar en cuanto lo viera. Dios, no podía creer que se lo hiciera de nuevo. Justo ahora. Manda huevos, se repetía, en el fondo ni siquiera le sorprendía. Todos los marrones para ella, algún día iba a explotar.
Tuvo que preguntar por el encargado al llegar a la tienda. La estaban esperando, «lo pillamos escondiéndoselo debajo del jersey. Íbamos a llamar a la policía, pero insistía en que la llamáramos», le dijo el guardia de seguridad bastante cabreado. «Se puso a llorar de una forma, pataleando en el suelo… no sabíamos qué hacer». Eso hizo, desde luego no es tonto. «La segunda puerta a la derecha, allí está. Puede usted pasar».
Abrió la puerta con la misma brusquedad con la que le hubiera reventado la cara en ese momento. Se contuvo. Con la mano aún en el picaporte, inmóvil, le echó una mirada de esas que te hacen temblar.
Él estaba sentado en una silla de espaldas a la puerta, se giró al escucharla llegar. La miró un segundo, y apartó enseguida la vista agachando la cabeza, consciente de que le esperaba un buen rapapolvo, esta vez con razón.
«¿En serio?», le dijo ella en tono muy amenazante mientras cerraba la puerta. «¿Una tableta de turrón?». «Turrón del duro», la corrigió él, arrepintiéndose de haber hablado tan pronto como escuchaba su propia voz. La cara de ella lo decía todo, no se le iba a pasar tan fácilmente.
«Turrón del duro», dijo irónicamente como si ya estuviera todo claro. «¿Cuánto Pablo? ¿Tres euros? ¿Cuatro?». «Cinco con sesenta y siete. ¡Me parece una pasada!», dijo él indignado. «¿Una pasada?», le gritó ella cortante. «¿Una pasada? ¡Me cago en Dios, Pablo, una pasada es que te llamen al trabajo porque han pillado a tu marido robando una puta tableta turrón!».
Respiraron hondo, los dos se miraron. Hubo un silencio, uno de esos que no paran de hablar.
«¿Por qué, Pablo? ¿Por qué me haces esto?», le preguntó con una voz en la que resonaba todo el dolor acumulado. «¿Cómo qué por qué ahora, Marta? Por lo mismo de siempre. Porque nos han engañado, porque a ti a mi nos dijeron que íbamos a vivir de puta madre, que íbamos a tener un trabajo importante y un pedazo de casa . Y después de nueve años estudiando, apenas llegamos a fin de mes. Tenemos derecho moralmente a pedirle a la sociedad lo que nos había prometido. Sabes que no le robaría nunca al tendero de abajo, pero a estas grandes multinacionales, me siento con todo el derecho del mundo a coger lo que es nuestro porque son ellos los que nos roban cada día, y lo sabes. Lo sabes y además estás de acuerdo conmigo. Así que no entiendo a qué viene este numerito ahora». «¡Pablo, una cosa es que esté cabreada con el mundo viendo el telediario y otra es que vayas a robar a un supermercado! ¿De qué sirve eso? ¿ Qué vas a solucionar así?». «Lo hago por coherencia. Necesito hacer algo, de qué sirve sentarnos a quejarnos. Sabes que no robaría arroz ni garbanzos, me daría vergüenza. Nuestro sueldo nos da para lo básico, pero no para una vida de lujo, por eso cojo artículos de lujo. Además el turrón del duro te gusta a ti».
Ella lo miró de repente, a punto de morderle por ese comentario, pero su mirada de ira se deshizo en trocitos y una sonrisa escondida se empezó a dejar ver por una esquina. Ambos aguantaron la mirada un segundo, y se les escapó una risa. «¿Crees que si le suelto este rollo al seguridad nos dejara irnos?», le dijo él entre risas. «Como aquella vez que pillaron a mi prima en Dinamarca». «Pablo, tu prima tenía dieciocho años, y robó un paquete de macarrones». «Ya, pero cuando le explicó a la policía la mierda que le daban al mes por la Erasmus, le pagaron los macarrones, una lata de tomate, y le dijeron que no robara demasiado a menudo, solo lo justo». «No estamos en Dinamarca, ni tú estás tan buena como tu prima», le dijo disfrutando de tener razón. Estaba contenta.
«Mira, no se han dado cuenta, también he cogido unas peladillas, sé que te encantan. ¿Quieres?», le dijo mientras se sacaba un paquete de la bragueta.
Ella no sabía si gritarle o lanzarse a darle un beso. Las peladillas eran su debilidad.
Por Elena Escudier.