Había recorrido cientos de kilómetros para llegar hasta aquí. Ya no me iba a echar atrás.
La cita estaba clara. «El diecisiete de marzo de dentro de diez años nos veremos aquí». Lo dijimos tantas veces entre risas. Era sugerente la idea entonces, ahora me parecía un suicidio con la pistola puesta en mi sien y con balas suficientes como para matar a un ejército de idiotas como yo. Sin embargo, me había bajado del tren hacía tres horas, apuraba un cigarrillo tras otro, recorría las mismas losas de entonces, y me dolía la cabeza con el peso de una verdad por descubrir en cualquier momento. Esa mala sensación de ir al sitio equivocado, o de encontrarme más solo que la una en la cafetería que suponía estaba donde la deje hacía ya tanto, el recelo, la desconfianza en mí mismo, un remolino de sensaciones, me desbordaba. Tenía ardor en el estómago y en las mejillas, como una enfermedad repentina donde si hubiera podido habría escapado, aunque yo mismo me hubiera hundido y relamido en el virus, dejándome contaminar y ya no viera la forma de despertar de la pesadilla que imagine sobrevendría.
Me acomodé como pude el poco pelo que me iba quedando en la coronilla, me acicalé antes de las cinco: mi desodorante, mi colonia, los pelillos que asomaban por la nariz los recorté y sustraje de mi maleta de fin de semana una muda de camiseta de lo más cool por si la moda también había llegado hasta aquí. Negra con un lema rockero en blanco y un tío echando un vómito a la nada. Me acerqué hasta el lugar con prudencia, creo que incluso crucé los dedos porque Noe y Manu no estuvieran, que ellos tuvieran mejor suerte que yo y se hubieran olvidado de la cita absurda de la juventud aquella nuestra y perdida, de la que no nos quedaba más que un parpadeo en la memoria y la nostalgia, sobre todo en la nostalgia. Quise pensar que Noe estaría casada, más rubia que nunca, con uno o dos hijos sacados de un catálogo de moda infantil, una casita cerca de la playa, lo que ella siempre había pedido y yo no le había dado, ni aquellos días de amor ni mucho menos en estos en los que habita el declive. Quise creer que Manu también se había evaporado como por encanto y estaba en brazos del alcohol. El muy cabrón no se habría llevado el gato al agua y no estaría con la chica de sus deseos, sino con un señor calvo que le había descubierto su lado femenino pero que le hacía muy feliz en una ciudad más que urbana y más que grande donde sus miedos fueran menudencias. Quise suponer que eran felices para no venir o lo suficientemente desgraciados para no hacerlo también. Sin darme cuenta ya había llegado hasta el lugar donde ahora había un hotel, un hotel de cuatro estrellas, al lado de la misma plaza aquella que en este instante me parecía más pequeña y fea de cómo la recordaba. Detrás estaba el mar farfullando palabras que no entendía, que serían algo así como «sal corriendo y métete en el tren, que te recuerden como eras entonces, preñado de sueños y poesía, con tus parrafadas sobre la vida y las ilusiones, con la chica mas mona del grupo, Noe, y mucho mas seguro que Manu, el guapetón siniestro, siendo igual a los días de fiesta en los que te abrazabas a ellos y no sabías hacer otra cosa que quererlos».
Si no están será mejor, me dije. Asi no tendre que escupir mis fracasos ni tampoco saber de los suyos. Tendrán una vida y un asunto mejor que éste.
Me adentré en el hotel y vi su escaparate a otro mundo. Un hotel es eso, sumergirse en el agua cristalina del olvido, nada tuyo está entre sus muros y nada suyo lo sientes cerca. Me encantaba estar en un sitio sin personalidad ni arraigo. Siempre que me encontraba en un hotel, de estos de espacios grandes, minimalista, con colores neutros y neutralidad en las caras tanto de los huéspedes como de los trabajadores, siempre, me parecía estar como en mi casa. Admito que soy un excéntrico abocado a errores de forma y sobre todo de contenido. Lo que a otros les puede parecer un oasis, como es tu propia casa con su toque, su olor y el compendio de toda una vida, a mi me parece un trozo de infierno íntimo que te saluda al entrar y se despide al verte salir para darte en las narices. El hotel me gustó. Bajé con cuidado las escaleras que dividían la recepción del restaurante, y me convencí de que ese era el lugar exacto donde debía estar. Si antes ese espacio lo ocupaba un ovillo de tiendas y entre ellas un bareto de mala muerte en el que pase noches de parranda, allí era, sin lugar a dudas la cita. No puedo negar mi hormigueo, en las manos y los pies, un leve pinchazo en la nuca, y un estado de escalofrío instalado tanto arriba como abajo de mi cuerpo, todo eso que sentimos cuando nos muerde el miedo. Me acerqué a la barra y pedí un whisky doble. Era diecisiete de marzo, eran las cinco de la tarde. Lo repasé en mi móvil y en mi memoria. Me acomodé en una mesa arrinconada y esperé. Ya iba por el tercer whisky y el reloj marcaba las seis y media pasadas, los labios comenzaron a pesarme por la saliva pastosa que mi boca movía de un lado y a otro, se me durmió la mano izquierda, el corazón me bombeaba arrítmico y empezaba a dar por perdida la idiotez esa donde me hallaba varado, cuando sonó el móvil.
—¿Sí? —El numero no le sonaba de nada.
— ¿Diego? ¿Eres Diego? Soy Noe. ¿Te acuerdas?
— Claro. Noe. ¡Que alegría! ¿Cómo estás? ¿Cómo que tienes mi número?
— Es una larga historia. Pero ya nos tenemos el uno al otro. Oye, una pregunta tonta, no estarás en el bar aquel, ¿verdad?
Diego suspiró muy dentro de su pecho. No sabia que contestar. Si decía: «Sí, estoy aquí», parecería un gilipollas, que es lo que era. Y si decía que no, pues… no sabía si era una broma o una trampa o una puta encerrona.
—¿El bar?
— Sí, ¿no te acuerdas? Que dijimos tantas veces de vernos allí, un día como hoy, pero no sé a qué hora.
—Ah, sí. Menuda tontería. No, no, estoy en Valencia. ¿Y tú?
—Yo sigo aquí, aunque hoy trabajo. Me he acordado en estos días de aquello que hablamos y se lo dije a Manu, que también vive aquí, pero en un pueblo de la sierra.
—Movimos cielo y tierra para dar con tu teléfono.
—Ah, bien. —La saliva se le heló a Diego en los labios. No sabía que decir, ni le salía alguno de sus chistes para huir por la puerta de atrás. Nada—. Y entonces estáis bien, ¿cómo os va?
—Muy bien —la voz sonó en un punto distinta, levemente agitada—. No tan bien como a ti, —dijo recogiendo la inseguridad—. Según sabemos estás en una de las mejores revistas de la ciudad y te va de maravilla, hasta te casaste, ¿no?
—Sí, sí. No puedo quejarme la verdad. ¿Y vosotros?
—Qué bien. Enhorabuena. Pues… lo siento Diego tengo que dejarte. Bueno,… que si te pasas por aquí, me llames. O cualquier otro día. Vaya que me alegro de saludarte. Un abrazo.
En la profundidad del alma de cada uno de ellos hubo unos segundos de felicidad extrema. Noe sintió lástima de sí misma, un pellizco de envidia por la vida que le hubiera esperado si se hubiera ido con él. Diego, maldijo su suerte, su sempiterna mala suerte, pero cogió todo esa repugnancia y se bebió unas copas más sin decir ni mu. Al otro lado de la ciudad, mirando el reloj y sabiendo que ya había pasado la hora señalada estaba Manu, en casa de su madre, una vez más, que lo acogió cuando le fue mal el negocio del hotel rural. Noe y Manu no habían hablado. A Noe se le ocurrió buscar el número de Diego por si las moscas y Diego, se había pasado de romántico y soñador. Estaban empatados, pero a cero. Como siempre había sido. En ocasiones nada cambia, nada.
Por Marissa Greco Sanabria.
Genial Marissa!! De triste a esperanzador en cada párrafo y vuelta a empezar. Cuantos empates a cero como estos nos cruzamos en una vida…Enhorabuena
Gema, mil gracias por tus palabras. Todos somos ellos tres en distintos momentos de nuestra vida, como bien has dicho; tristemente. Un abrazo, linda.