A partir de ese curso dejamos de ser compañeros de pupitre. Nos sentaban por orden alfabético y ese año alguien nuevo se coló entre mi apellido y el tuyo.
La chica en cuestión no tenía interés alguno para mí, de hecho… más bien me irritaba su presencia, nos había separado. Pero poco a poco fui conociéndola, era inevitable teniéndola cada mañana sentada a mi lado. Al principio opuse resistencia, no le prestaba el boli rojo ni los apuntes; no le daba chicles ni le hacía bromas en clase.
Pero aquella niña tenía algo, me hacía reír mucho, casi tanto como tú, puede que incluso más que tú… tendría que pensarlo detenidamente. No recuerdo cuánto tardé en percatarme de que ya era demasiado tarde, éramos casi inseparables, íbamos juntas a todas partes y nos intercambiábamos la ropa.
He tardado años en darme cuenta de qué fue lo que me ocurrió, cuál fue el proceso…
A partir de que esa niña entrara en nuestra clase, te tocó sentarte detrás de mí cada nuevo curso y tuvimos que cambiar nuestros códigos, nuestro lenguaje, nuestras formas… haciéndolas más nuestras que nunca.
Procuraba llegar antes que tú al instituto y sentarme la primera para que, minutos más tarde, te sentaras en tu silla… echases el cuerpo hacia delante y con tu aliento en mi nuca me susurraras: «Buenos días, preciosa.»
¡Oh, sí!, yo me derretía… así fue cómo ella pudo entrar en mi vida. Me pillaba desarmada y con la guardia baja; os hicisteis cómplices, a mis espaldas, para que cupieseis los dos a la vez en mi pequeño corazón y así agrandarlo desde dentro.
No pude hacer nada para mantener mi fortaleza. Me bombardeabas con mensajes en pequeñas balas de papel, escondías caramelos en mi maleta mientras yo atendía en clase, escribiste un «te quiero» tembloroso en el respaldo de mi silla… tu mano en mi hombro y me giraba ansiosa por cruzar las miradas hasta que un día, alentado por esa niña, me plantaste un beso. Esa niña había tenido todo el terreno despejado para maniobrar a su antojo y destruir todas mis defensas y lo hizo, ¡vaya que si lo hizo! Lo hizo tan bien que incluso dejé que también se convirtiera en tu mejor amiga.
Algunos años más tarde, miradas inquisidoras me preguntaban por qué era mi amiga la que iba sentada a tu lado en el coche, en lugar de ir yo, tu novia. «¡Ni que tuvieran nombres los asientos!», habría contestado en cualquier otra ocasión. Ellos no sabían nuestro juego, no conocían la magia de sentarme tras el conductor. No conocían las cosas que te susurraba al oído, ni la sensación de tener la mano amada en el hombro todo el camino, no sabían lo que es acariciar la cara y el cuello sólo por el placer del tacto, y lo que te gustaba ̶ en el fondo ̶ que te despeinase sin que pudieras evitarlo.
Ahora que de los tres sólo quedo yo… me pregunto si debería haber ocupado el lugar que todos —aún hoy— señalan como mío, si no será cierto que los asientos tienen nombre y yo nunca iba en el que me correspondía.
O si todo estaba destinado a ser así, que fuera ella quien irrumpiera en nuestras vidas para que fuésemos tres en lugar de dos, para que nos pusiera todo patas arriba y creásemos nuestra propia y extraña forma de amarnos, para que a partir de entonces… cada momento fuera especial, mágico… incluso el simple hecho de viajar en coche.
A veces me pregunto si teníais todo esto planeado desde el principio, tú y ella, ella y tú, cómplices desde niños, para salvarme la vida de todas las maneras posibles.
Por Siracusa Bravo Guerrero.
Qué habilidad tan sana recrearse con todo lo que nos va pasando, ver lo bueno que al principio nos parece una fatalidad…