Un, dos, tres, cuatro. El impulso de la pierna izquierda desde cuarta posición, la cadera inmóvil, la espalda recta, el cuello erguido, como si tu cabeza sujetara una manzanita o un hilo invisible quisiera elevarte, le habían dicho tantas veces.
Cinco, seis, siete, ocho. El equilibrio de un cuerpo totalmente vertical con el eje en el ombligo, el vientre encogido, hacia dentro, los órganos queriendo protegerse de la rotación y el impacto, rotación e impacto.
Nueve, diez, once, doce. El pecho elevado y abierto para mantenerse recta, porque el equilibrio, es que el equilibrio…, tantas veces le habían dicho, guarda el equilibro o la caída será ridícula, ¿quieres ser ridícula?, la voz de la maestra resuena aún en sus oídos: guarda el equilibrio.
Trece, catorce, quince, dieciséis. Plié. La flexión. El impacto. Y de nuevo.
Diecisiete, dieciocho, diecinueve, veinte. Los hombros fijos y bajos para alargar el cuello, porque qué es una bailarina sin un cuello largo (¿eres un cisne o un pato?, le habían dicho).
Veintiuno, veintidós, veintitrés, veinticuatro. Y la mirada siempre fija en el mismo punto, trescientos sesenta grados en menos de medio segundo, el esfuerzo camuflado para ser etérea, le han enseñado a serlo –tantas veces, tantos años-, el sudor resbalando clavícula abajo, pero en el palco nadie ve nada, nadie oye nada –el impacto sordo-, y a la hora de la verdad se transforma en un cuerpo que sencillamente vuela y gira, salta, se dobla sobre sí mismo y sigue siendo nada, aire, una magnífica ilusión óptica. Un truco de magia.
Veinticinco, veintiséis, veintisiete, veintiocho. Los brazos relajados, paralelos a la pierna que oscila abriéndose y cerrándose, mostrando apenas la hiperextensión, el hueso rotado desde la cadera y el empeine curvo –sus propias garras- acabado en la punta que guarda la deformidad de sus dedos monstruosos, pero qué bellos al sostener, entre pulgar e índice, la totalidad del peso, cuarenta kilos, de la cabeza a la última falange.
Veintinueve, treinta, treinta y uno, treinta y dos. El tobillo aguanta el impacto final sin tambalearse. De nuevo en cuarta. A su espalda, los treinta y dos fouettés de una primera bailarina.
Siempre le gustó. Desde el primer día; ya con cinco años, cuando la profesora se presentó, esbelta y volátil, ante una veintena de ojos infantiles. Entonces la habían atraído el rosa (medias rosas, maillot rosa, zapatillas rosas) y la gracia aérea que mostraban las películas. Así que el rosa se convirtió en su color y las tardes entre barras y espejos pasaron a ser sus preferidas. Por eso, cuando le dijo aquello por primera vez, le pareció una broma de maestra antigua, un comentario soltado al azar para hacer reír a sus compañeras –veinte ojos infantiles-. Qué gorda estás. Y ella sonrió como sonríen los simios aterrados, porque era lo único que sabía hacer. No la habían enseñado a defenderse. Aún no. Y sintió de repente la frialdad del estudio y las miradas en su nuca, notó la expansión del espacio que acompaña a la vergüenza, percibió dónde estaban situadas las barras y cuánto distaba un cuadro de otro –mujeres, casi adolescentes, caleidoscopios de huesos-. Tienes que adelgazar, o ¿has visto alguna vez vacas bailando? Sus compañeras –una veintena de ojos infantiles en caras flacas de cuerpo flaco- se rieron. Y fue aquella humillación la que le descubrió lo que no era rosa, lo que nadie veía sobre el escenario ni podía imaginar. En su mundo –el mundo de todos-, donde bailar era fácil, algo insulso y empalagoso, reservado a niñas rosas como ella, no cabía aquello. Luego, el ardor contenido en las mejillas. Las lágrimas obligadas a no caer –te aguantas y te las tragas-. El vértigo en la boca del estómago. La disciplina extranjera. La violencia. Y la rabia.
Se aprieta el moño hasta que los ojos se le vuelven asiáticos. Diez minutos para la siguiente pieza. El escenario esperándola y ella, una mujer frente a un espejo. Su última función. Será Saint-Saëns, como siempre había soñado. La muerte del cisne.
Vuelve a recordar –el camerino ya ordenado, todas sus fotografías en el bolso, el maquillaje, los autógrafos rusos, los vestidos, las flores en su lugar-. La profesora que la humilló durante años. ¿Qué no le debe a ella ahora? Los focos que han ido acabando con su vista, la oscuridad del teatro, los aplausos, las rosas, la fama. Todo reducido a horas de tensión en que le sujetaba la rodilla y repetía: más alta, más alta. El pie que nunca conseguía llevar al muslo y los infinitos días en que lo intentaba, sola, en casa, frente a un espejo que le devolvía su penosa imagen, intentando abrir completamente la cadera. Las palmadas de la maestra mientras gritaba -¡relevé, relevé, relevé!-. La primera vez que se puso los zapatos de punta, el dolor atroz que la recorrió de los pies a los cabellos durante meses, las uñas arrancadas, la presión hasta que consiguió deformar el empeine y caminar sobre los pulgares.
Qué es aquello en comparación con lo que ha conseguido, ahora que su carrera termina demasiado pronto. Qué suponen el sufrimiento y la ira latente si una ha vivido para llegar a este punto en que el corazón rebosa de soberbia y furia, se acelera imaginando la ovación, el aplauso general, el público al que no puede ver pero sabe de pie, el ruido ensordecedor que marcará a fuego su nombre en las décadas futuras, porque, finalmente, qué es el poder sino un apellido que el mundo adore y tema, qué es la fama sino la vanidad devorándose a sí misma, rabiando con sangre en el espíritu viejo, elevándose sobre el resto del universo. Saldrá a escena como un cisne moribundo y se despedirá con un alma felina. Para que queden en el recuerdo sus ojos que jamás se volvieron agua. Su gracia inhumana, su saludo por fin carente de humildad, su mueca sonriente y salvaje. El desprecio. El orgullo.
Así que eso era el triunfo que tantos años había perseguido. Consumará hoy un deseo vivo desde la infancia, aquellas tardes clavadas en la lucidez de la memoria donde ya imaginaba su figura en el cartel. Se veía imponente, fiera. Y el odio –hacia la profesora, hacia sus compañeras, hacia sí misma-, ese odio que la ayudó a seguir avanzando. El día en que ejecutó un adagio impecable, perfecta en la contención del movimiento, la flexibilidad, la fuerza y el ritmo, intachable en la pieza más dura, nadie la felicitó. En su mundo, la falta de crítica era el mejor halago. Al llegar a casa, devoró primero para vomitar después el pastel con que su familia la esperaba. La mayor alegría de su vida. Y en el recuerdo, la envidia de las demás alumnas, el disgusto en sus gestos, el asco de sus miradas volvía su logro aún más brillante.
Sintió en la piel el poder, como también volvió a sentirlo la tarde en que le llenaron las puntas de cristales y bailó, el rostro indiferente, sobre sangre y añicos. Saboreó los primeros aromas de la fama cuando su nombre se extendió por toda la academia con el contrato de una compañía. Olía los celos y la repulsión en las otras, al igual que ella buscaba la venganza en cada triunfo, el fantasma de la humillación infantil guiándola a lo más oscuro del alma.
Porque también ella había mentido, engañado, herido, robado, lanzado palabras como veneno sobre las demás. Se había enfangado hasta el cuello para llegar donde ahora se encuentra. No lo lamenta. Por el aplauso que espera, por la ovación incontenible, lo habría hecho mil veces más. Como todas. No lo lamenta. Porque así es este mundo en que jamás volvió a vestir de rosa. Por el placer de sentirse superior. Porque, momentos antes de salir a escena, se repiten en su memoria todos aquellos rostros del pasado –la profesora, sus primeras compañeras, la inquietud de su familia, la boca del director en aquel cuarto tan oscuro, aquella primera bailarina cuya carrera se truncó por una desgraciada fractura, su partenaire asustado ante los gritos, los técnicos y sus miradas de horror-.
No lo lamenta. Todos fueron un escalón más hasta la cima, hasta este instante, minúsculas estrellas rotas que la iluminan en su última función.
En el escenario, una mujer.
Frente a ella, el público.
Por Irene Reyes Noguerol.