Cuando tenía tres años era verano. Como todo el mundo sabe, a esa edad los veranos duran un año entero, especialmente si vives junto al mar. Fue un verano iniciático, el paso de la adolescencia a la edad adulta, pero más pequeña y sin corazones rotos. Se terminaba la guarde, al concluir el verano pasaría al cole de mayores. Mi guardería era un sitio bastante curioso, teníamos un huerto y gallinas, y desde el patio se escuchaban las bombas y pruebas de tiro del cuartel.
Una vez el profesor trajo un corazón de cerdo para explicar cómo funcionaba, aunque yo no lo vi. Justo cuando iba a sacarlo, me escondí en un baúl porque me había pasado tres noches con pesadillas imaginándome el corazón latiendo lleno de sangre en su mano.
Como no había museos, ni granjas escuelas, ni ningún sitio de mucho interés, íbamos de excursión a casa de los compañeros que vivían cerca. No entendía muy bien por qué, pero el niño cuya casa íbamos a visitar siempre acababa llorando. Las madres nos ofrecían gusanitos y un vaso de Fanta de naranja, y ponían música y nos enseñaban peces, pájaros, un perro o un barco metido en una botella; no se podía tocar nada y a mí me aburría tremendamente. Una vez un padre nos enseñó a hacer nudos marineros y eso ya fue más divertido.
El día que tocaba venir a mi casa llevaba casi una semana sin ir a la guarde porque tenía fiebre. Tenía pensado todo lo que quería enseñar y hacer con el resto de los niños; íbamos a montar una tienda en el jardín con una cortina morada y a hacer pulseras con estrellitas de sopa, ese día mandaba yo. Pero una vez allí ni los profes ni mi madre tenían la menor intención de llevar a cabo mis planes. Al final yo también acabé llorando.
La última excursión fue a la playa. Los militares acababan de abrirla porque en invierno estaba cerrada para que hicieran maniobras. Cogimos conchas y unas piedrecitas a las que mi hermana y yo llamábamos «orejitas». Yo no quería quitarme los zapatos, porque odiaba ponerme los calcetines con los pies llenos de arena y sólo mi madre, cuando estaba de buen humor, era capaz de sacudirme bien la arena de entre los dedos.
Los días que no iba a la guardería íbamos a otra playa, que estaba fuera del pueblo, con mis primas y, si la marea estaba baja y se veían las rocas, podíamos ir a ver bichitos y coger mariscos, siempre que nos hubiéramos acordado de llevar las sandalias de hebilla, si no, nos teníamos que quedar en la orilla haciendo castillos, que no era tan emocionante. Algunos días, si mi padre y mi tío tenían ganas hacían un castillo con nosotras, eso era lo mejor de todo.
Unos días después tuvimos una fiesta en la que hicimos un teatro. Aquello fue un poco desastre por dos motivos, principalmente: los niños no se sabían bien su papel, por lo que yo tenía que estar recordándoles todo el rato lo que tenían que decir, y, más importante todavía, mi madre se empeñó en que llevara un vestido azul para hacer de Blancanieves y aquello me molestó muchísimo.
Algunas noches íbamos a una verbena de algún barrio. Era muy divertido al principio porque había muchos niños y música, y casi siempre llevaba un vestido muy bonito. Pero al rato ya tenía sueño y quería irme a casa, pero había que esperar a que cantaran flamenco, que era una cosa muy aburrida que duraba muchísimo.
Yo tenía muchas ganas de ir a la feria. Mi madre me había hecho un vestido verde con lunares blancos y volantes, y hasta tenía una flor para el pelo. Iríamos por la tarde y nos quedaríamos hasta que se hiciera de noche y veríamos fuegos artificiales, que era algo que yo no había visto nunca y que todo el mundo me repetía que no me darían miedo, motivo por el cual empezaba a asustarme la idea. Mi madre me había dicho que me montaría en un poni y me harían una foto para después poner en un marco, como la que teníamos en el salón en la que salía mi hermana con un burrito de mentira.
Al final pude evitar ver esos fuegos con los que la gente me asustaba, porque no pudimos ir a la feria. Mi madre y yo nos trasladamos a vivir a casa de mi abuela justo ese día y mi hermana vino algo más tarde. No entendía por qué teníamos que irnos de casa, ni por qué mi padre ya no iba a vivir con nosotras y empecé a llorar. Así que para calmarme me dejaron ponerme el vestido de lunares verdes y hasta pintarme los labios, y a mí eso me hizo mucha ilusión.
Hacia la mitad del verano mis padres se divorciaron. En mi guarde todos los padres estaban divorciados, menos los de tres niños, así que me encantó dejar de ser la rara de la clase. Que mis padres se divorciaran implicaba dos cosas muy buenas: la primera es que podría llevar a la guarde una maleta como los demás niños. Utilizábamos una de cartón blanca con flores azules y un asa de plástico que me habían traído los reyes magos con un muñeco dentro. Mi madre siempre decía que para ser de cartón era muy resistente, pero que no me sentara encima por si acaso. Me pasaba las tardes haciendo y deshaciendo la maleta, preparando la ropa, los zapatos, algún juguete, un peine y un tarrito de colonia que en realidad nunca usaba, pero era lo que la gente metía en las maletas.
La otra cosa buena es que mi padre y yo comenzamos a ir a una hamburguesería nueva que había cerca de casa una vez a la semana. Me encantaba ese sitio, tenía un toldo de rayas amarillo y blanco y fotos de Charlot. Nos sentábamos en la barra, en un taburete alto, y los pies no me llegaban al suelo y pedía un sándwich mixto y una Fanta de naranja, y el camarero siempre se detenía a buscarme una cañita con rayas rosas porque eran mis preferidas. Se convirtió en mi momento preferido de la semana
Un día que estábamos en la playa empezó a llover y el verano empezó a acabarse. Fue el último verano de muchas cosas, de noches en la hamaca para ver las estrellas, de paseos en bici, de coger caracoles en el campo de atrás de casa, de la habitación del tocadiscos, de ir a ver dónde dormía el sol por la noche, de la risa de mi padre… Aquella lluvia bajo la que reíamos y corríamos en la orilla se estaba llevando con ella mi infancia, mi inocencia y mi familia.
Por Elena Escudier.