Hace casi un año que abrieron la frutería de abajo. He pasado por su puerta muchas veces, pero como compro verduras y frutas justo al lado de mi trabajo, nunca me dio por entrar. Pero ese día me olvidé de los calabacines y el apio que necesitaba para la cena. Así que me acordé, cuando iba ya montado en el coche, de que había una frutería justo abajo de donde vivo. Planeé la arriesgada empresa de cambiar de frutero, aparqué el coche al llegar al barrio y entré en el establecimiento. No sin antes verificar que llevaba algo de suelto en la cartera y de quitarme las gafas de sol, no me gusta que no se me vean los ojos cuando estoy en un lugar que no sea la calle, como una tienda. Entré. Había un niño con su madre y dos señoras mayores esperando. Y, ¡joder!, ella apareció desde una sala contigua. Un metro sesenta y algo, ojos oscuros, pelo muy negro, la boca un poco grande con los dientes muy alineados. Estaba muy bien, perdón, quise decir muy buena. Ella le preguntó a la madre con el niño si quería algo más. “¿Le pongo nectarinas? Están muy dulces”, dijo. Y me atrapó. Atendió a las señoras mayores, que como es costumbre se llevaron media frutería. Tardó doce minutos con ellas, durante doce minutos estuve observándola, fue una generosa prórroga de espera antes de pedir lo que necesitaba, pagar y dar por concluido el encuentro. Pero, claro está, los doce minutos pasaron y me tocaba a mí. En ese momento entraron en la tienda un señor de mediana edad que la llamó por su nombre en el saludo y una chica de unos veinticinco años con un bebé en un carrito. Ella me preguntó qué quería. Me quedé en silencio, no sabía decir “calabacines” ni tampoco “apio”, pero le pedí un trocito de papel y saqué un bolígrafo de mi bolso. Le apunté mi teléfono y me aseguré de que viera dónde lo dejaba, lo puse justo encima del peso.
Han pasado dos meses, tres días y cinco horas desde entonces. Todavía no ha llamado.
Por Paco Carrascal.