En el diccionario de la RAE
Tautología:
(Del griego ταυτολογία)
1. f. Ret. Repetición de un mismo pensamiento expresado de distintas maneras.
2. f. Despect. Repetición inútil y viciosa.
El tópico nos ha enseñado dos versiones contrapuestas del mismo supuesto: por una parte, que los contrarios se atraen y, por otra, que lo que no puede ser no es y, además, es imposible. Algo así me he encontrado a la hora de hablar de literatura y pornografía, el tema mensual que hemos propuesto en el blog de Maclein y Parker. Dejando aparte la dificultad de dar con un enfoque medianamente lúcido y con sentido, el binomio en cuestión no ha dejado de suscitarme más dudas que de ofrecerme certezas. Así que es posible que estas líneas terminen con una pregunta (o dos, o tres).
Empezaré con lo que he aprendido o descubierto o intuido. No es más que una suposición y voy a hacer aquí una afirmación tajante que, no dudo, tendrá discusión: la literatura y la pornografía no pueden coexistir. Ya está dicho. Apoyaré semejante dislate en dos argumentos: por un lado, la necesidad de un soporte audiovisual para la pornografía y, por otro, la imposibilidad de la existencia del libro sin una trama, una historia que la sustente. (En este caso, me van a permitir que me centre en la narrativa, porque si incluyo aquí la poesía, el edificio se me desmonta y ya verán por qué).
No voy a hablar sobre la industria del porno como si no conociéramos las cifras millonarias que mueve ni los impulsos que calma o excita, según sea el caso. Pero sí diré una obviedad que, no por serlo, deja de resultar importante: dicha industria se nutre de imágenes que se convierten en objetos de consumo rápido, una suerte de fast food sexual que, salvando honrosas excepciones, se engullen a solas y con un marcado objetivo onanista. Imaginen la escena: llegar a casa después de un duro día de trabajo, encender el ordenador, teclear la versión que más les guste de su fantasía preferida y tener un orgasmo liberador en unos minutos, lo que dura la escena que se ha elegido. Ahora imagínenlo igual con un libro. Mi mente, por muchos grados que he tratado de aplicarle, no ha conseguido elaborar el pensamiento. No concibe a un lector buscando aquellas páginas precisas en las que las letras subían de tono, por muy gris que fuera, para deleitarse con las artes masturbatorias (aunque sí lo imagino recreándose después de la lectura). Por lo tanto, sostengo, si me lo permiten, que la pornografía necesita de un soporte audiovisual para ser consumida, por su misma naturaleza irreflexiva y su escasez de estímulos neuronales, aunque sí sensoriales.
Mi otro argumento es la necesidad de una historia que contar en la literatura, sin tener en cuenta la poesía, como avancé antes, ya que ésta sí puede suscitar en el lector toda suerte de sensaciones de una manera similar a lo audiovisual, aunque en cualquier caso también se nutre de la intelectualización del producto, al contrario que el porno convencional en imágenes. Me permiten esta excepción y partan también de que tal vez mi desconocimiento literario es vasto. Pero me baso en mi experiencia lectora y librera y, por esa experiencia, sé de literatura erótica -y no voy a mencionar las trilogías de turno ni los libros considerados de culto (allá cada cual con sus apetencias sexuales e intelectuales)-, pero no de literatura porno. De nuevo he puesto a trabajar las conexiones sinápticas y, sinceramente, no imagino un libro que sea una sencilla sucesión de escenas sexuales sin más, porque, hasta el relato más subido de tono, cuenta una historia. (Aquí también pueden corregirme si conocen de alguno que escape a mi control). Como he sostenido siempre, la narrativa erótica engancha no ya por sus interludios sexualmente más o menos explícitos, sino por lo que dice respecto a la evolución de los personajes, sus relaciones, sus conflictos y las resoluciones de los mismos. Pondré otro ejemplo: la otra noche, en un programa de televisión muy moderno, escuchaba hablar a un joven director de la industria del porno que reivindicaba el cine “como se hacía antes”, es decir, una buena trama, unos buenos personajes, una buena iluminación, un buen director de fotografía y momentos sexuales no simulados, sino grabados en vivo (con toda la naturalidad que puede tener una grabación). En ese momento pensé: Señor, usted no está haciendo porno, está haciendo cine con sexo explícito. Que no es lo mismo. Pues eso me pasa también con la literatura.
Por si todavía son reacios a estar de acuerdo con mi teoría (objetivo por el que no tengo ninguna aspiración, se lo digo tal como lo siento), pasen por el blog y echen un vistazo a los textos que han creado nuestros colaboradores. Con más o menos piel, con un vocabulario sugerente o abiertamente provocativo, con exudaciones o no, todos van más allá del mero intercambio de fluidos, todos dejan un regusto a reflexión, todos cuentan una historia. Les propusimos el tema Porno y nos han hablado de la cosificación de las personas, de la alienación del hombre, de los sentimientos o su ausencia detrás del sexo, de la condición humana en general. Incluso las ilustraciones y la música han provocado reacciones que nada tienen que ver con las pulsiones venéreas. Por algo será.
De este modo, a pesar de la (poca o mucha) solidez que hayan podido mostrar mis argumentos, me encuentran como al principio, preguntándome si es posible una literatura porno o si este calificativo pertenece únicamente al reino de lo audiovisual; si el sexo puro y duro pasa o no por el intelecto; si hay que decantarse por lo uno o por lo otro. Así las cosas (y aunque no son excluyentes pero sí incompatibles), elijan la acepción que más les guste del título de este artículo y déjense llevar, según el momento y el lugar, por el pensamiento o por el vicio. Estoy a favor de ambos.
Cecilia Ojeda.