«Tengo muchos puntos de sutura en el pene». Me encanta la frase. No es lo mejor para decir en una conversación casual frente a la máquina del café, pero desde luego causa sensación. Nadie recordará mi cara, mi ropa, ni siquiera mi nombre, pero seguro que todos recuerdan la frase.
«Tengo muchos puntos de sutura en el pene». Me imagino diciéndolo al estilo John Wayne, en la barra del saloon, mientras me ajusto el sombrero y pongo la mano sobre el revólver. Después pido otro whisky doble y me pongo a hablar de la fórmula uno. O del fútbol. Cualquier tema tangencial, aunque no tenga ni idea, va bien para despistar a quien escucha, para que pierda el paso y se quede con cara contrariada: «¿De verdad ha dicho eso, o es cosa mía?».
Todo esto se remonta a años atrás, cuando fui al médico de cabecera, una mujer que me conoce desde hace un par de décadas, a solventar un problema. Casi lloré de la emoción al decirme: «Bájate los pantalones»; en aquella época apenas nadie me decía algo así. Me debió notar nervioso, así que añadió: «Tranquilo, ni te la voy a tocar», frase que sí ya me resultó familiar. En un segundo me dio su opinión profesional; de su opinión como mujer no dijo nada. Aún hoy no se lo agradezco bastante. «Es cosa de coser y cantar»; supuse que ella era quien cosía y yo el que cantaba. Según ella, el proceso recomendado era una frenuloplastia y, ya puestos, para que la cosa quedara fetén, me aconsejó una circuncisión.
Yo quería un corte en el frenillo y ella sugería mutilarme. Se inició una discusión.
En una hoja de papel dibujó dos pollas, cosa que me recordó el cole: había niños que lo hacían en los márgenes de los libros; eran de los más malos de la clase. Le aseguré que no tenía problemas con el prepucio, que de hecho hasta lo apreciaba, pero ella no callaba: «La ventaja secundaria es que, sin piel que lo recubra, el glande se insensibiliza, lo que retrasa la eyaculación», comentó con una sonrisilla.
A esto último se le llama argumento, la expresión de un raciocinio que permite justificar algo como una acción razonable con dos finalidades posibles: persuadir a otro sujeto para promover una determinada acción o transmitir un contenido con sentido de verdad.
Mis amigos lo definieron con un más prosaico: «Saca al capullo que hay en ti».
Tiempo después intentaba ponerme la típica bata de hospital que, hiciera lo que fuera, me dejaba con el culo al aire. I´m sexy and I know it. «¿Mañana me dolerá la polla?», pregunté turbado. «Sí, las fundas pequeñas son para los pies», fue la respuesta; en ese momento tuve una revelación: cuando se contesta a tus preguntas con evasivas es que la cosa no pinta nada bien. Ya en el quirófano dos focos me iluminaron la entrepierna, que recibía más luz que una estrella del rock en el escenario, y los presentes -un cirujano, dos enfermeras y un anestesista-, muy concentrados, me miraron el tema.
Ahora me imagino la escena como un cuadro renacentista: La Adoración del Pene del Niño Infante.
Por entonces practicaba artes marciales y lo común en ellas era la conciencia zen de estar y no-estar, el dominio del cuerpo y el espíritu. Concentrarse. Respirar. Pensar y no-pensar. Ver la jeringuilla en la mano del anestesista, sus ojos mirando mi pene y abandonar la doctrina del bushido fue mucho más rápido que un estornudo. «Oye, ¿no era una crema anestésica?», pregunté alarmado. Y la enfermera dijo: «La inyección es mejor. Notarás una ligera quemazón debido a la anestesia». Nunca le agradecí la aclaración; por un momento pensé que me la quemaba con un soplete.
El bisturí eléctrico es un ingenioso invento: una pegatina en cualquier lugar del cuerpo actúa como masa, luego no hay más que acercar el otro polo a la piel para que salte un arco eléctrico y cierto olor a pollo frito impregne el ambiente. Es el mismo principio que rige la soldadura eléctrica, sólo que aquí no se trataba de metal sino de delicado tejido blando.
¿Alguna vez te has quemado con un cigarro encendido? Imagínate esa sensación, pero en un órgano -¿vital?- con unas cuatro mil terminaciones nerviosas.
Luego el cirujano dijo lo que en Eurovisión cuando dejan de cantar: «Ahora vienen los puntos». El problema era que había pasado el efecto de la anestesia y me dejó allí tirado, con la minga mutilada al aire y sintiendo con exactitud cada puntada. ¿Sabes ese escalofrío que sientes si imaginas una cinta de seda pasar entre tus dientes? Puedes hacerte la idea de lo que sentía yo al pasar el hilo. La parte buena es el perfecto entendimiento de la palabra «punzante».
Para darme ánimos alguien susurró: «Ánimo, que descubrirás un mar de sensaciones»; aunque lo dijo para bien no sería el mejor comentario para el momento.
«Ya está», exclamó por fin el cirujano, contento como quien termina un sudoku especialmente difícil. «Échale un vistazo», dijo con ese orgullo propio al contemplar una obra maestra. Yo por mi parte levanté la cabeza preguntándome si de verdad quería verlo: la primera película que me vino a la cabeza fue Frankenstein; la segunda El increíble hombre menguante; luego cualquiera de Tim Burton. Mi pobre amiga estaba en su peor día; tenía una pinta terrible, como uno de esos cadáveres a los que han hecho una autopsia y están cosidos de arriba a abajo.
El cirujano me detalló la recuperación: «En los próximos cuatro días ni te la mires; al quinto, te empapas el vendaje y te lo quitas. Hay gente cafre que lo hace, pero te recomiendo que te abstengas de sexo hasta que se te caigan los puntos. Si no, igual se te cae entera la cosa». Sí, en sexo desbocado y salvaje estaba pensando durante todo el rato. «Hala, a volar», dijo quitándose los guantes.
Después de compartir tantas emociones, nadie me dijo ni adiós. Ábrete a la gente y dales parte de ti para luego un «si te he visto no me acuerdo».
Renqueando hasta casa tuve una revelación, aunque puede que fuera cosa de la anestesia: todo superhéroe que se precie debe experimentar una tragedia antes de adquirir los súper poderes que lo convertirán en leyenda. Aferrándome a tal lógica, mi gran momento estaba sin duda próximo. Ya era hora. Mis amigos aún se ríen, pero alguien tenía que sacrificarse y salvar al mundo. «No te preocupes, vamos a brillar», me susurré con toda la convicción que pude reunir.
Lo bueno de haber pasado por esto es que nunca tengo silencios incómodos que rellenar con conversaciones insustanciales sobre chorradas. En cualquier momento, estoy en el bar tomando algo y mi pene es el centro de atención. Todo el mundo quiere saber más, todos quieren conocer los detalles de la historia.
Te diré algo que quizá nadie te haya dicho antes: a la gente le encanta que le hables de tu polla. O tu coño; en el fondo, de cualquier cosa que jamás se atreverían a mencionar.
No te tomes tan en serio; nadie más lo hace.
Tengo muchos puntos de sutura en el pene.
Por Roger Mesegué.