Los policías llamaron un par de veces al timbre y esperaron, pacientemente, a que la puerta se abriera.
–¿Es usted don Emiliano Sánchez Utrera?
–Emiliano, sí.
–¿Es este su domicilio, verdad?
El interpelado giró la cabeza hacia un lado y otro, examinando su umbral, como si acabase de reparar en él. Después, apretó el marco de la puerta comprobando su solidez.
–Mmmm, sí, sí. Vivo aquí, sí.
–Ha sido usted elegido para una mesa electoral.
–¿Cómo dice?
–Ha sido elegido en el sorteo. El de las elecciones.
–No sabía que había elecciones.
–Tiene mérito. En la tele no se habla de otra cosa.
–Y del Madrid –añadió el otro policía.
–Ah ¿Y qué tengo que hacer?
–Es usted suplente. Deberá presentarse el día 25, a las ocho de la mañana en su colegio electoral. Probablemente el vocal titular acuda. En ese caso le tomarán nota, dejará un teléfono de contacto y podrá volver a su casa a hacer lo normal –el policía miró por encima del hombro del ciudadano, observó los escombros y la ropa tirada por el pasillo y chasqueó los dientes– o lo que usted considere como tal.
–Qué bien.
–En este sobre viene todo lo que necesita saber. No falte, se lo advierto. Negarse a asistir es delito.
–No es problema. Me gusta madrugar. Colaborar con mi país, animar a la selección… –alzó un puño carente de energía mientras cabeceaba suavemente hacia delante y atrás–. El mejor día de mi vida fue el del gol de ese, ese tío… –Se rascó la cabeza y, girando el índice, animó al policía a que le completara la frase.
–Que tenga un buen día.
–Sí. Um. Ustedes también.
El tipo se quedó mirando a la pareja de policías dándose golpecitos en la palma de la mano con el sobre que le acababan de entregar. Los municipales entraron en su coche patrulla y se marcharon calle abajo. Entonces, se giró, entró en su vivienda y, como el que reparte juego en una partida de póker, lanzó las instrucciones de la mesa electoral a través del pasillo. El sobre se desvaneció en el caos como si nunca hubiese existido.
Media hora después el timbre de la puerta volvió a sonar. El tipo se levantó de entre unos cartones que tenía doblados en la esquina de su salón. Se dirigió hacia la puerta de su vivienda arrastrando los pies y giró el pomo de la puerta. El sol le cegó los ojos por lo que alzó el brazo y se los protegió con la manga de la bata.
–Señor Sánchez, discúlpenos. Hay un trámite que se nos ha olvidado antes.
–Mmmm, claro.
–Su DNI, señor. Tenemos que comprobar su DNI para asegurarnos que hemos notificado a la persona indicada.
–Yo soy yo, agente. Se lo aseguro.
–Es simple protocolo, señor Sánchez. Necesitamos ver su DNI.
–Uf. Eso va a ser complicado.
–¿No tiene usted su DNI, señor? –le inquirió el otro policía.
–Sí. Seguro que lo tengo – el tipo se rascó la barba castaña y espesa –pero no se dónde.
–Es imprescindible que nos muestre el DNI. Sería como negarse a que le identificáramos. Si no lo tiene, debería tener el resguardo de haber pedido cita para renovarlo. O una copia de la denuncia de su pérdida o robo. En otro caso va a tener que acompañarnos.
–Miren. Vamos a pensar una cosa, ¿eh? Hacemos como si cuando ustedes han llamado a la puerta yo no les hubiese abierto. Entonces no me podrían reclamar nada, ¿verdad? Porque no estaría.
–¿Va a buscar el DNI o va a acompañarnos a comisaría? –le espetó el otro agente.
–Mire mi casa, hombre. No encontraría ni la vajilla de mi madre. De hecho, no la encuentro. Estoy seguro de que me la dio. Era hijo único, ¿saben? Y sé que estaba porque un día encontré la caja, pero ¿la vajilla? ¡Fiúúú! ¡Desaparecida!
–Acompáñenos, señor Sánchez.
–Claro, claro. ¿Puedo cambiarme de ropa antes?
–Sí, pero no nos haga esperar demasiado.
–No, no. A lo mejor busco el DNI, pero poco. Cambiarme, buscar un poco el DNI y bajo, ¿vale?
–No tarde.
El tipo se metió los mechones de sus largos cabellos castaños por detrás de las orejas ampliando su campo de visión. Entornó la puerta y se marchó arrastrando los pies.
Unas horas más tarde deseó un trago de cerveza. Abrió la nevera, pero solo tenía un par de tomates podridos y un experimento bacteriano en una tartera.
Se rascó la oreja y se puso a revolver un mueble del pasillo. Sabía que tenía una bolsa de billetes en algún sitio pero le iba a costar la misma vida encontrarlo. Tropezó con una lata que hizo ruido de cencerros. La alzó y vio que era una hucha. Tenía la ranura forzada. Parecía la boca de un jamelgo relinchando. La giró y la agitó con toda la energía que tenía, que no era gran cosa, pero cayeron tres monedas. En todas ellas ponía 500 por un lado y la cara de perfil de alguien, por el otro. No recordaba cuánto costaba un litro, así que decidió llevarse las tres monedas.
Al salir se encontró con los policías sentados en la puerta de su porche. Uno miraba un móvil distraído. El otro tomaba el sol con los ojos cerrados.
–Ey, hola. ¿Qué hay?
–Señor… ¿Lo ha encontrado ya? –dijo el del móvil levantando la vista.
–Sí, sí, mire. Aquí están –y le enseñó las tres monedas.
–Ah, pues muy bien. Entonces ya podemos irnos supongo.
–¿A dónde? –dijo el que estaba tomando el sol.
–No estoy seguro, pero teníamos que hacer algo.
–Yo estoy bien. No creo que tenga nada que hacer.
–Eso es bueno, hombre ¿Quiere una cerveza? Yo iba a ir por una.
–Sí. Me apetece –dijo el policía sin abrir los ojos.
–Espéreme aquí, ahora vuelvo. Una cerveza fresquita –y se alejó arrastrando unas babuchas que parecían la versión zombi de Bugs Bunny.
–Esto no está bien –dijo el del móvil.
–¿No? Yo estoy bien.
–Miro esto y pone que he escrito muchas cosas que no recuerdo. A gente que no recuerdo. No recuerdo ni tu nombre.
–Es Carlos. Me llamo Carlos.
–Mira cómo vamos vestidos, Carlos. Somos policías.
–Y qué. Yo no veo ningún delito. Estoy tranquilo. Me siento bien.
–No. Esto no está bien.
Un aparato negro chisporroteó en sus cinturones. “223, 224. Hay un 1020 en San Valentín, ¿pueden ir? Respondan.”
El policía que estaba tomando el sol no se inmutó, pero el otro arrojó el móvil a un lado, alcanzó el aparato del cinturón y, con la pericia que da la costumbre, apretó el botón con el pulgar.
–¡Ayúdennos!
“223, 224, ¿dónde se encuentran?”
–No lo sé. No lo sé.
Su compañero se tumbó en las losetas del porche y sesteó como no había hecho en años.
Durante un tiempo, el otro policía toqueteó su móvil intentando atar cabos y retener la poca información que le quedaba. Luego, un tipo apareció en el porche y le tendió una litrona helada. La aceptó sonriendo. Dio un largo trago a morro y mientras la fría cerveza corría por su garganta, todos sus recuerdos terminaron de deslizarse por el sumidero de su mente.
Por Thalcave.