Lo más complicado fue aprender a tallar la madera. El resto de indicaciones sobre cómo aprender a construir un barco (uno pequeño, en su caso) las fue sacando de los fascículos que, con ahínco casi obsesivo, comenzaba a coleccionar al final de cada verano y al principio de cada año.
Pronto entabló amistad con el joven de la casa de maderas, un pequeño establecimiento familiar dedicado a la venta de prácticamente cualquier clase de tablón proveniente de los árboles más remotos. El negocio apenas había cambiado tras la muerte de su dueño, un trágico suceso muy comentado en el lugar por las implicaciones familiares que, aunque la policía nunca llegó a confirmar, siempre estuvieron presentes en las mentes y lenguas de los oriundos del lugar.
Cada noche, después de volver a casa y dejar los zapatos escrupulosamente alineados debajo del sinfonier del armario, abría una cerveza de la primera balda del frigorífico, la que más refrescaba sin llegar a congelar, y bajaba al improvisado astillero en que había convertido el sótano.
Comenzó tallando la quilla. Adecuó las dimensiones de los inmensos tableros que habrían de formar el esqueleto de su embarcación con una cuchilla de carpintero que había pertenecido a su abuelo y que le provocaba un remordimiento insomne y cruel que no se saciaba con las escasas lágrimas que conseguía derramar apenas.
Con una lija repasó los bordes repletos de astillas que se introducían en su piel con un silencio furtivo que exasperaba su paciencia y que intentaba apaciguar con respiraciones hondas, largas y pausadas.
Comenzó a ser consciente de que la empresa que había emprendido no admitía vuelta atrás en el momento en que introdujo a martillazos los clavos del primer listón del casco. Que fue seguido por un segundo y, luego, por un tercer listón que fueron concatenando martillazos y clavos con un ruido semejante al de los pasos de una vida que se escapa.
Pensando en las interminables tardes que pasaría en alta mar contemplando los ocasos, se esmeró especialmente en dotar al banquito de popa desde el que manejaría el timón de una comodidad poco usual en los asientos de ese tipo de embarcaciones; y remachó el acolchado con los antiguos adornos de los que desposeyó a una silla de asiento y respaldo de piel recia sin curtir que había encontrado agonizante junto al contenedor de la basura.
No fue menos complicado convencerla para que viniese a casa una vez que hubo terminado la embarcación, asunto que, por cierto, no mencionó en absoluto. A regañadientes y con el taxi, incluso, arrancado en la puerta, accedió a su propuesta a pesar de las precisas órdenes de su psicóloga. Y fue justo antes de marcharse, esta vez para siempre, cuando, en un momento de descuido en que ella abrió los párpados más de la cuenta, se arrojó sobre el barquito sin apenas coger impulso y se introdujo en su azul para perderse, esta vez también para siempre, mar adentro.
Por Pablo Poó Gallardo.