Un cúmulo de casualidades y sucesiones aritméticas, bajo cuyo peso desaparecían en la arena civilizaciones milenarias y decenas de gatitos tristes morían levemente ahogados en una bañera de agua tibia, propiciaba que Selmo se encontrara aquella tarde de finales de agosto dando patadas a las piedras con un chicle de melancolía pegado en la suela del zapato -paseo inestable por la playa con el espigón repujando las más groseras olas de la marea baja-.
Si hacía memoria de los grandes éxitos de aquel verano se le presentaban –imagen de ese cielo de fondo de los carteles de helados Frigo- una jerarquía de instantes fallidos –strike uno- o envenenados por su propia desidia –strike dos-, en los que siempre aparecía él ante el muy holgazán pelotón de fusilamiento del tiempo perdido. Un frágil tendido eléctrico cuyos conmutadores encenderían presente, pasado y el bote de un pescador durante la noche: un día se fijaba, por casualidad, en una palmera enferma del paseo marítimo porque le encontraba un misterioso parecido con un antiguo profesor de Historia conocido por su delicada salud; al día siguiente se acercaba a tocar la palmera –sólo rozarla, para comprobar si seguía viva- y dos meses después estaba dando un rodeo de cincuenta kilómetros de camino al cine porque presentía que si no tocaba esa palmera todo saldría mal y la cita sería un fracaso, el profesor moriría y la película no estaría a la altura de las cinco estrellas con las que ya la había puntuado en su portal de cine favorito de Internet, con lo que estaría toda la noche pensando que al llegar a casa no podía olvidar corregir esa puntuación y, claro, Celine notaría su nerviosismo o lo tomaría por desinterés ante la sugerente conversación -dilema que ella le planteaba con la copa aún intacta –sus bragas: oportunidad y uso-.
En los silencios –el restaurante italiano tenía espejos en las paredes- Celine siempre apostaba por esa mirada de nunca llegarás de verdad a conocerme, pero al levantarse de la mesa Selmo había notado que el plato de Celine había desaparecido bajo una montaña de servilletas de papel perfectamente dobladas –y eso que apenas había probado bocado-. De alguna manera, eso le reconfortó.
La casa de Celine olía a jardín napolitano y sonaba a rancheras de medio pelo. Las escaleras crujían como un barco. Llamó a su gato con un susurro pero la casa le devolvió un eco submarino, dijo que era lo normal. Estuvieron un rato en la habitación. Ella no lo dejó entrar en el baño, dijo que había una fuga. Selmo empezó a pensar que nada iba a salir bien -además era alérgico a los gatos- y, de repente, supo que el profesor de Historia estaba en trance de muerte y que, si no acudía en aquel preciso momento a tocar la palmera enferma del paseo marítimo, moriría sin remedio; pero no quería perder a Celine.
Desde la cama Celine no pudo ocultar su decepción al ver que la conversación del restaurante derivaba a los terrenos de la oportunidad pero se rehízo y le prometió que lo acompañaría a cualquier lugar siempre que fuera el número diecisiete –esa había sido su pequeña obsesión desde pequeña, ese número, le confesó-. Y Selmo supo que ella llevaba contando todo el tiempo, desde el principio del verano, ella lo había convertido en un hábito, como mirar de reojo o chasquear los dedos.
Más tarde abrazaron juntos la palmera número diecisiete del paseo marítimo sin poder comprobar la inmediata mejoría del profesor de Historia, cuyos familiares se santiguaban llenos de temor alrededor de su cama. Era ya muy tarde para que nadie pudiera extrañarse al verlos. El secreto de Celine era que todo podía ser el número diecisiete de una serie si sabía uno por dónde empezar a contar. Eso y lo que había dentro del cuarto de baño.
Por Davor Bohórquez.