Cuanto me pedías, lo hacía.
-Te va bien el pelo a lo garçon, oscuro.
Me lo corté y lo teñí.
-Te iría mejor un color rojo en los labios, y bajar esos kilitos, y usar zapato plano, y ponerte falda, y hablar despacio.
Aquello que me sugerías lo iba haciendo, sin rechistar, a pesar de saber que no te gustaba lo que era, no me importaba. A mí me bastabas tú. Pasaron unos meses desde el primer día que nos conocimos, y ya no era ni pelirroja, ni gordita, ni invisible. Me había convertido en lo que querías, y no me venía nada mal.
Comenzamos hace tres semanas a ir a desayunar a un bar que conocías, me dijiste, lo recuerdo con una claridad espantosa, «hace tiempo que no vengo, mucho. Desde que yo era otro». Te miré con un rastro de interrogación que no recogiste y, como de costumbre, me dejé llevar de tu mano a la mesa que había sido la tuya.
No lo aprecié al principio, he de decir que no supe ni advertí que me observaban. Ni siquiera me fijé en las sonrisas cálidas que me ofrecían, en su amabilidad, en las atenciones.
-Su pan y su zumo.¡Don Manuel!—se rompió una voz detrás de mí —.¡Cuánto tiempo!
Manuel se levantó y saludó al que supe luego era el dueño del local. Seguidamente me habló.
-Belén, ¿cómo está?— Lo miré sin levantarme.
-Perdón, creí… Lo siento—balbuceó. Se alejó con la cabeza gacha.
-¿Quién es Belén? —Busqué tu mirada mientras te sentabas. Vi enseguida que ya no estabas, te habías ido a un lugar donde ni yo ni nadie te podía encontrar.
-Mi mujer.— Arrastraste cada letra.
-¿La muerta? ¿La muerta?— repetiste—.No, Belén no está muerta. Belén eres tú.
Por Marissa Greco Sanabria.
Desayuno con Hitchcock…. qué repelús…
Absolutamente magistral. Has contado “La piel que habitas” en 20 líneas y sin necesidad de cirugía.