Cada día empieza como el anterior.
Primero, pataleo entre las sábanas, intentando zafarme de esa peligrosamente confortable prisión hecha de textil de algodón y de olor a profunda respiración concentrada durante horas y horas de semi inconsciencia.
Segundo, me arrastro hasta el baño, intentando hacer que desaparezcan, a base de jabón y agua y jabón y agua y vuelta a empezar, las huellas en rojo y violeta que han dejado en mi piel horas y horas de semi inconsciencia.
Tercero, me sumerjo en el profundo fondo de armario para, unos minutos después, salir a la superficie a coger aire, uniformada de negro y perla, intentando mantenerme recta y que no importen demasiado mis horas y horas de semi inconsciencia.
Cada día empieza como el anterior.
Pasos uno, dos y tres. Yo oliendo a respiración concentrada. Yo y el fantasma ojeroso del espejo. Yo apagada. Me miro en el escaparate mientras engullo un croissant de una bolsa de papel llena de grasa de mantequilla y un café que me quema tanto por dentro que dudo hasta de que sea café. Me miro en el escaparate mientras pasan coches, taxis, peatones, gatos, lluvia, fantasmas ojerosos y engullo un croissant grasiento y un café caliente. Me miro en el escaparate y pienso que todo va a salir bien. Solo tengo que conseguir que lo que hay al otro lado del escaparate sea mío y entonces no habrá prisión ni fantasmas ni oscuridad. Solo paz.
Cada día empieza como el anterior.
Por Rosa Montero Glz.