No necesitamos representar a Europa cual hostil toro que clava sus astas hiriendo un mar que cree únicamente para sí, ni como un leviatán hambriento que se consumirá devorándose a sí mismo.
Sólo es blanco el frío lacerando las pieles curtidas en un lugar extranjero, no el lomo del astado, no es mansedumbre lo que adornan las flores, sino un deceso más, un pulso perdido en la longitud hostil del camino a la tierra santa, un paraíso infecto, una Arcadia que cierra sus fauces atrapando la inocencia en una explosión eterna.
El secuestro es un borde afilado que impide dar el paso en falso,
la sinceridad de un futuro en llamas.
No se trata de buscar un profeta o de interpretar constelaciones
sino de tornar el agua: que no sea tumba sino continuación.
Y un muerto entre las manos cargas -dices- arqueando las cejas, añorando en tus labios
un paquete entero de tabaco, el soborno de otra nueva vida eterna o que al menos no destroce las rodillas por los largos pasos de lamentos
Una infancia entre tus ovarios cargas -dices- un pañuelo que cubre tu boca para evitar el esputo, la enfermedad contagiosa, el frío en cada noche ajena. ¿Quién sabrá si de tus ojos -observadores inquietos- habría brotado la explicación de tantas cosas? Los plumajes de los pájaros, la suavidad del nacido, el horror de la ignorancia… pero no, tus ojos sirven sólo para no perder el paso en falso, así como tus pies para afilar las piedras del camino por si fuese necesario cortar la garganta que impida proseguir la peregrinación descreída, así como para portar en tus lumbares la rabia y la vergüenza del calor del hogar allá a lo lejos, la reunión familiar de los desconocidos, la mesa puesta; tu espalda dejó de ser hermosa para ser funcional.
Un futuro embargado acarreas -dices- así como piedras sin zapatos tus plantas abrasan y no es Pompeya lo que surge bajo tu ser, ni son ruinas, ni pretéritos, pues, como pregonas, en tu garganta viaja la vida por desarrollarse, el grito que hará temblar el tronco de los árboles, el lamento que osará apagar la descuidada lumbre del hogar sereno.
Utilizas con mesura el astrolabio -dices- pues los mapas antiguos hablan de distintas naciones y aunque jamás vuestra estirpe temió al paso en falso, sí es cierto que no quiere dividir tu cuerpo entre dos colores separados por un nervio tenso y azaroso, o encontrar tus huesos en algún lugar que ahora no exista.
Ofrecéis -tú y los tuyos- en vuestros labios los sauces que han vivido en las orillas, en ambas: la conocida y la que jamás se osó conocer, las cañas que viven de la sal que condenó a la tierra y las mujeres, ese extraño fantasma que recorre los huesos de los nómadas que debe tener algo de marítimo cuando en dos divide a las ciudades, cuando en dos divide las vidas, los continentes, los espacios y los lugares, las conciencias. Y los aparta a un lado como si no importase lo vivido tangencialmente. Sin importar que la marea ocasione un epicentro injusto.
Manso toro que te rapta y te obliga a volver al frío barro, eso -dices- es el comienzo de la pesadilla, del lastre y la vergüenza temerosa de tantas manos que son capaces de ahogar a Neptuno irredento pero tanta callosidad hace olvidar la fuerza que la ocasionó. No olvides las matas que se enredan en lo más cercano al suelo de tu huida. No olvides el polvo y el escombro. No olvides la melodía que creó tu sangre: la derramada, la que circula, la que vaga por la incierta tierra como tú y los tuyos lo hacéis.
No olvidéis.
No olvidemos.
Por José Nieto Jiménez.