Él. Despierta.
El sabor del sexo salvaje en la boca. Por la noche habían ocupado un par de horas con una sesión de sexo acrobático. La práctica de una serie de términos escogidos en algunas webs. Incluso intentaron algo terminado en ing. Resultado exitoso según el segmento horario.
Procura que sus pies contacten un nanosegundo con el parqué criogenizado. El alivio en forma de zapatillas de paño.
Un esponjoso albornoz. La ovejita de Norit bala lastimeramente.
Apenas un roce, un beso en su hombro.A modo de nos vemos ahora.
Antes de abandonar el dormitorio, regula la persiana. Irrumpe una luz impertinente.
Se asegura de que su despertador no salte.
Al cerrar la puerta —con cautela— las bisagras chirrían (nota mental: aceite).
Gesto torcido.
En cuatro pasos en el aseo.
El espejo sorprende con un rostro feliz.
Mea sentado. Cuida de no dejar rastro.
Manos enjabonadas. Hacen cruiccruic al frotarse entre sí.
Atrapa el bote de perfume de su esposa para colocárselo bajo la nariz.
Sonríe evitando la acusación del espejo.
Ya en la cocina se dispone a preparar dos desayunos en quince minutos. Récord a batir: once minutos.
Primero, la cafetera.
Al pasar junto a la radio pulsa on. El murmullo monótono del noticiero.
Segundo, divide naranjas en mitades perfectas.
El aceite ya chisporrotea.
El tarareo leve de una canción en sus labios.
El ligero tránsito por su cocina.
Show must go on. La tentación de silbar su melodía.
Tercero, dorar el bacon.
Cuarto, el tueste presuroso de unas rebanadas.
Dos vasos de zumo a rebosar. Uno con pulpa, otro sin.
Coloca la cafetera en el centro de la mesa.
Abre el frigorífico para buscar mantequilla y mermelada de fresa.
Amontona las tiras de bacon en un plato con motivos florales.
Restan dos minutos para los quince.
Azúcar, tazas y cubiertos.
Echa un vistazo por el ventanal y observa un sol anaranjado sobre un cielo en tonos malvas.
Quinto, huevos revueltos. «¿Por qué no?»
Trajín en el otro lado de la casa.
Puertas en movimiento, pasos por el pasillo, clac de interruptores.
Escucha una tos, dos toses (nota mental: ella debe dejar de fumar), agua por el desagüe del lavabo, la cadena del wáter, un bostezo.
Una persiana.
Cuando ella aparece por la cocina él ya la aguarda.
Recibe su mirada de ternura y espera a que tome asiento.
Él dice: «Comamos o llegaremos tarde».
Y también recibe un abrazo que parece cálido.
Desayunan en compañía de malas y buenas noticias. Un cómodo silencio mientras tanto.
Acaban con el bacon, los huevos y las tostadas y él acepta el trato de cargar el lavavajillas si llega antes del trabajo.
Hay que hacer la cama. Él pega su cuerpo al de ella de camino al dormitorio.
Él tira de ella.
«Llegaremos tarde», dice ella. Él asiente y se prometen toda la noche.
Hay una rápida ducha compartida antes de repartirse los baños.
Los aromas del aseo matinal.
Él empieza por el dentífrico procurando borrar los restos blanquecinos del lavabo. Enjuague bucal.
Después, emprende el afeitado. Apura la zona de la barbilla, donde el vello crece más recio, y prueba el confort de la mullida toalla al secarse. De nuevo, la oveja.
Como aftershave opta por Adolfo Domínguez, urban men.
Finaliza con un contorno de ojos.
Entra en el dormitorio para vestirse.
Antes, asoma la cabeza por el baño de su esposa y contempla su manera de perfilarse los labios.
Traje oscuro, camisa blanca, corbata azul eléctrico, zapatos ergonómicos.
En el momento en el que se ajusta la corbata deja que ella lo peine con la raya en el lado derecho.
Adolfo Domínguez, ahora agua de colonia.
Sube una cremallera a petición.
Observa sentado en la cama cómo ella se marcha con un cogeré atasco de despedida.
Aparta con dos dedos la cortina para ver arrancar el coche.
Se desembaraza de la americana y busca el mando de la tele.
En el maletín continúa latiendo la carta de despido.
Ella. Despierta.
Como todas las mañanas, se conmueve con el esmero de su marido.
Pequeñas molestias por alguna postura mal ejecutada. ¿Qué era exactamente lo que intentaron?¿Qué hicieron mal?
Percibe labios aterciopelados en el hombro y emite un gruñido satisfecho casi imperceptible.
Tensiona el cuerpo al acurrucarse bajo el edredón.
La inmediata penumbra de la estancia le hace bien.
Cierra los ojos y el chirrido de la puerta indica su soledad en el dormitorio.
Un grifo abierto. El váter.
Cuenta los pasos en el pasillo aunque sabe que él no pretende que los cuente.
La voz metálica de la radio en la lejanía.
En quince minutos debe de estar en marcha.
¿Quién silba a Queen?
Escenas retorcidas como recuerdos de la noche.
Lucha por no sucumbir al sueño. Se concentra en los ruidos en la calle.
Doce minutos más.
Un coche, la tapa de un contenedor, la conversación de unos transeúntes.
Su marido la observa desde la cómoda con la Giralda al fondo.
El olor pesado del café funciona como flauta y decide levantarse.
De camino al baño, tirita. Cinco pasos.
El espejo la sorprende con un rostro atractivo. Quizá un atisbo de culpa en las pupilas.
Tos, tos, tos.
Se enjuaga la boca, mea, vuelve al espejo y le gana la batalla a una espinilla.
Empuja con un dedo el bote de perfume hasta el lugar correcto.
Tostadas. El giro del exprimidor.
Palabras sueltas en la cocina: Bagdad, terremoto, partido del siglo.
De nuevo, en el dormitorio. Abre la ventana para ventilar.
Desliza la mano por las sábanas y se detiene en la parte menos caliente.
En el pasillo todavía la vigilia sobre sus hombros. Pies que se arrastran.
La mesa perfecta. El marido perfecto con cara perfecta. Durante un instante, la mujer perfecta.
Un pecado no amarlo en el abrazo.
El silencio nutritivo.
Comprueba la ausencia de pulpa en su zumo.
Crujen las tostadas.
El cielo anaranjado.
La paz, en este caso.
El acuerdo farragoso con un lavavajillas de por medio.
Caminan por el pasillo con cuerpos tangentes.
Recomponen la cama revuelta aunque ella piensa que así estaba bella.
Resistirse como placer. La noche venidera les pertenecía. La luna tendría que conformarse.
La ducha común. Las pieles satinadas por la espuma.
Algunos besos. Algunos en rebajas.
El furioso secador de cabello.
Azulejos con vaho.
Base de maquillaje. Una paleta de colores para camuflar. Margaret Astor sobre los labios y una cabeza que espía. «Fisgón.»
Medias tupidas. Pequeños cuadros escoceses en el vestido. Botas de caña corta. Colgante zoomorfo de plata.
La presencia de su marido delatada por su fragancia.
Un forcejeo con una corbata.
Peinarlo como a un niño en su primer día de colegio.
«¿Me subes la cremallera? No debes olvidar tu maletín.»
Las prisas de repente y de repente el aguijón de la culpa.
En el rellano de la vivienda un sms.
Hoy no cargará ella el lavavajillas.
Reservada en Hotel Inglaterra. 16.00. 😉
(nota mental: no aparcar cerca del hotel).
Los dos. Durante el noviazgo y los primeros años de matrimonio mantuvieron un empate a cero que cuidaban con celo.
Desconocen quién rompió el marcador. Nunca se han formulado la pregunta. Cuestión de educación.
Es probable que desconozcan incluso el resultado actual.
Mientras tanto, de vez en cuando, surge una noche de sexo satisfactorio, un desayuno continental, algún beso abandonado en un hombro, una dosis de confianza en el aseo, un reparto proporcionado de tareas y un sol anaranjado sobre un cielo en tonos malvas que miran juntos.
El caso es que hubo un día, una hora, un minuto —o un flirteo, o un dato oculto, o una actuación magistral— en el que los tantos empezaron a caer a favor de uno y otro.
Probablemente, hoy en día, con el marcador abultado por la fascinante comodidad de las mentiras,
solo les quede
compartir la rutina, último resto de aquel
empate a cero.
Fin.
Por José Pedro García Parejo.
esto qué es, “versiprosa” como decía Machado (er Manuel)?? Me gusta el ritmo en cascada… Finá triste ioo. Cesc Gay hay…
¿Versiprosa?…Uuuuummm…¿Estos palabros se registran? Cierto, a lo mejor estoy leyendo ahora demasiada poesía jejejejeje. El final puede parecer triste pero ellos -y muchos a nuestro alrededor- siguen marcando tantos y son (somos) tan felices…
Sencillo, claro, directo. Una evocación, recuerdos…enhorabuena. abrazos
Gracias, Marissa. Un abrazo.