Sobre una tela de esparto,
mi niño duerme.
Un tintineo de plata
lo mece alegre.
Lo mece lento.
Un tintineo de alambres
gime en el viento.
Los alambres del cielo,
entrelazados,
dan nombre a sus prisioneros;
los refugiados.
¡Qué hambre acecha
en los campos de la tierra
que los desecha!
Mi niño duerme,
mi niño sueña.
Ya no despierta la guerra
a mi pequeño;
a la razón de mis días
y de mis sueños.
¡No llores nunca!
¡Que las flores de mis manos
son solo tuyas!
En el país del horror,
hundida en tierra,
muerta al emprender el vuelo,
mamá despierta.
¡Duerme mi alma!
Al oído le susurra:
hasta mañana…
Mi niño en llanto.
Mi niño en calma.
Sobre una tela de esparto,
se desquebraja.
Su cuerpecito sin fuerzas
sube y baja.
Baja y sube.
Bajo una estela de plata.
Su pecho sufre.
Sin escarcha de cebolla,
mi niño muere.
¡Angelito de mis ojos,
cuídame siempre!
¡Cuídame ahora!
Que lo que estás viendo es cómo
tu padre llora.
Mi niño enfermo.
Mi niño hambriento.
No muy lejos de mi tienda,
un hombre grita.
Con las manos desgarradas
se desgañita.
¡Vuela su sangre!
Pero su carne persiste
en los alambres.
La vieja y enferma Europa,
desconsolada,
no sabe si terminar
con su alambrada.
¡No pienses más!
¡Que la vida de mi hijo
en ello está!
Libren mis manos.
Libren mis lágrimas.
Un frío helado irrumpe
en mi tendeta,
y el niño sobre mi pecho
se me desvela.
¡Qué honda tristeza
siento cuando el frío tan
quieto lo deja!
Sobre una tela de esparto,
mi niño vuela.
Y en la cuna del cielo
se balancea.
¡Ríete alegre!
Un tintineo de alambres
gime en tu muerte.
Por María Fernández de la Cruz.