En un receso del sopor, durante fugaces minutos, por la vena del telediario, se colaban en nuestra vida historias de desesperación y supervivencia. Gente que, sin mirar atrás, se echaban al agua en busca de su oportunidad vital.
El móvil periodístico que todo encasilla los denominó «espaldas mojadas», encontrando ese exiguo hilo común para calibrar y clasificar la diversidad de edades, sexos, religiones, orígenes, razones y objetivos que hacen que alguien se embarque en una aventura cuyo camino es la desesperación y el final un abismo, renunciando a todo lo que tuvo o pudo ser en la tierra que lo vio nacer.
Los conocí en el Estrecho de Gibraltar. Primero en la orilla ganadora, efectivamente, mojados, ateridos y aferrados a una bolsa precintada como todo patrimonio: una muda seca. Descubrí el miedo y el desconcierto en los ojos, la indefensión por la inexistencia de vía de retorno ni ruta que coger. Los conocí desconfiando de una sonrisa amable, descubrí en ellos el agradecimiento eterno por un trago de agua dulce.
Y los viví en la orilla del abismo, a la que habían llegado recorriendo sendas de polvo y maltrato hasta encontrarse con la barrera del mar, solo salvable mediante, de nuevo, la sumisión y el pago a los virreyes locales.
Hace tanto de aquello que evoca otra vida. Hacen falta unos segundos o minutos de mirada a la escayolada celosía del techo para ubicar en el tiempo aquellas noticias. Hacen falta un par de profundas inhalaciones para recordar dónde escuchábamos cada uno de nosotros esos ajenos episodios, por qué caja tonta se pegaban a nuestra retina por unos segundos.
La cercanía en el espacio es la del tiempo. Ponerles cara a los recuerdos, los ancla. Ponerles llantos, salitre, surcos en la piel, aspereza en las manos, los humaniza y los actualiza cada día porque no llegan a la categoría de recuerdo para el que los vivió, dejan de formar parte del pasado para colarse en el vivir.
Los que estuvimos aquellos días de la otra, aquella, nuestra vida, penetraron en nuestro ser. Un puñado de intrépidos y entusiastas ingenuos pasamos intensas jornadas orillados en el Estrecho de Gibraltar, llamados por motivos científicos y conmovidos a continuación por la densidad de su belleza y el discurrir del sentido del hombre en estado puro.
Fuimos a trabajar en planos académicos y el proyecto inhaló simbiosis de gente.
En la orilla en la que la esperanza agota su paciencia, los miembros del proyecto discurríamos en busca de información técnica y nos topábamos con los asentamientos de «esperantes», barcas con los motores hinchados de gasolina y senderos diseñados para el trasiego nocturno.
El hambre de Europa era de tal dimensión que se contagiaba. Los lugareños también segregaban esos jugos gástricos al rumiar la idea, y los más pequeños miraban al paraíso terrenal hecho sierras, casas, puertos y carreteras al otro lado del brazo de mar.
Un vecino sin edad suficiente para calcular distancias y tiempos, pidió acompañarnos en nuestro regreso. Algún inconsciente le siguió el juego pensando en broma insípida. El chaval, pura ilusión epifánica, lo entendió como cierto. A cualquiera ante el televisor le hubiese resultado obvio, no es difícil hacer creer a un chicuelo que los sueños se cumplen, justo en esa edad en la que todas nuestras células y pensamientos los persiguen como modo vital de vida.
Los días hasta el final del proyecto eran acelerados para unos, algo tediosos para otros y sobre todo, flemáticos para uno que, desde el día de la promesa, se convirtió en el más férreo seguidor de nuestra agenda de trabajo.
Como el tiempo nunca es suficiente, nos encontramos cargando los bultos antes de sentir el final y, claro, allí apareció el chico agarrando su vida, un hatillo que había preparado a escondidas, tal como sabía que hacían algunos mayores: un trozo de pan de sobras del día anterior y una muda, todo enfundado en un pañuelo robado a la cabeza y al corazón de su madre y atado por las cuatro esquinas hacia arriba.
No es recuerdo sino presente, porque me tocó explicarle lo vil de la vida, y es presente su insistencia por encogerse al fondo del maletero, tras las mochilas, es presente su promesa de que en la frontera no respiraría. Vi demasiado cerca encogerse su corazón hasta hacerse un garbanzo negro, sentí como el aire se negaba a llegar a sus pulmones, y las lágrimas a sus ojos, hasta que la presa de contención cedió y la congoja todo lo invadió. Aprisionó el hato contra el pecho y un trozo de aquel chico se desvaneció incapaz de levantar la mirada mientras nuestro coche izaba la polvareda de la despedida.
…
Ibrahim se casa, con la luna de agosto, en el valle que lo vio crecer. Me ha pedido que sea su sultán.
Vendrán amigos y familiares, africanos y europeos de la diáspora. Los padres y abuelos llevan meses nerviosos, ningún detalle, ritual ni tradición faltará a la fiesta, la luna presidirá la mesa y la comarca lucirá sus mejores galas desde las cumbres a la orilla.
Sobredosis de galas, opulencia y cariño. No hay día más grande para esta gente que la fiesta del amor y la fertilidad. El culto a la prosperidad, perpetuidad de la sangre y la cultura.
Sentado en el sofá de raso del amplio salón del hoy suegro, no falta el té en el vaso ni la mano tendida con la bandeja de pastas. Al fondo,« lapado» a la mejor pared, el plasma luminoso como símbolo del éxito. Aunque enturbie el diálogo, su presencia permanente es sagrada.
Sobreimpresionados caracteres árabes que me esfuerzo en comprender tras los dos cursos de árabe clásico. Inútil, nada mejor que seguir las imágenes para entender el resto por contexto, en cualquier caso son noticias similares a las que hacía pocas horas miraba en las teles de la orilla norte. Agua, botes, cara de desesperación. Lesbos.
Ibrahim considera que estoy demasiado atento a las noticias, mira el partido de tenis entre la caja luminosa y yo. Para sacarme de mi mundo me da un golpe en la rodilla:
-¡Vamos a darnos un baño al río!
Le sonrío mientras me levanto y trago saliva para ayudar a digerir los recuerdos.
Por Antonio Aguilera Nieves.
Un buen relato que retrata una situación, que son miles y decenas de miles de situaciones personales, que sufren todas y todos aquellos seres humanos que buscan salir de la opresión, de la tiranía, de la violencia a veces, y de la pobreza, para alcanzar la libertad y con ella, el sueño, como le ocurre a Ibrahim de poder algún día decir en libertad: !Vamos a darnos un baño al río!