Empezó siendo muy pequeña. Su primer recorte, el que guardaba con más cariño de todos, era un fotograma en blanco y negro de Audrey Hepburn tocando Moon River en la ventana que encontró en un periódico viejo en casa de su tío. Casi todos eran en blanco y negro, rostros aterciopelados, miradas intensas, peinados perfectos con los que soñaba. Prefería las imágenes que no aparecían en los carteles de las películas, sino aquellas fotos, imágenes de la cinta, que solían acompañar los reportajes promocionales con motivo del estreno en Europa. Siempre desechaba un posado ante un instante de vida capturado, como si mirara por una un rendija, como si tuviera la oportunidad de asomarse cual intrusa en el rodaje.
Las recortaba con cuidado, por el borde de la silueta, nunca se quedaba con la foto entera, a excepción de aquellas que consiguió casi de casualidad en la que Billy Wilder intenta hacer saltar alguna chispa entre una dulce Audrey y un Humprey Borgart enfadado incapaz siquiera de dirigirle una mirada a la chica. Esa foto era una de sus preferidas y, a diferencia de las demás, la guardaba sin pegar en su álbum, sino suelta entre la portada y la primera página que siempre dejaba en blanco, para poder cogerla y colocarla en la mesita de noche o en su escritorio de vez en cuando. Con el resto de imágenes elegía la parte que más le gustaba, los detalles más curiosos, después combinaba unos trozos con otros creando situaciones que nunca existieron más que en su imaginación. Así al abrir su album podías ver a Ava Gadner de rodillas, mojada, con una toalla por encima retocándose el pelo a punto de bailar junto al lago en La Noche de la Iguana mirando a un atractivo Marlon Brandon que hacía un último repaso al diálogo del bruto Stanley en Un tranvía llamado deseo, haciendo un guiño a Tenesse Williams, al que tanto admiraba.
A veces escribía alguna de sus frases de película preferida junto a los recortes: «Aquí me tienes mirándote, chica», escribió junto a una foto de Ingrid Bergman en la que esta vez sí prescindió de Bogart. Y bien podría haberla escrito en cualquiera de sus páginas, pues allí estaba ella mirando a las chicas, a las grandes estrellas, a través unas gafas que no le gustaban nada, sentada en una habitación en una ciudad de la que no le faltaban ganas de huir.
Con el tiempo fue aficionándose a la prensa cinematográfica y su colección de fotos fue convirtiéndose realmente en un tesoro. No se la enseñaba a nadie, la guardaba con mimo en un baúl a los pies de su cama, cada noche antes de irse a dormir sola se miraba al espejo, veía sus gafas, sus kilos de más, su pelo apagado y soñaba con ser alguien diferente. Jamás se le pasó por la mente tomar clases de interpretación, o acudir a un casting. Ser secretaria o incluso chica de los recados en un rodaje era lo más lejos que se atrevía a soñar. Aunque las noches que se encontraba de mejor humor ponía algo de música, se subía sobre la cama y mientras Frankie Valli decía aquello de «You’re just too good to be true» jugaba con las sábanas a hacerse un vestido de fiesta, se miraba al espejo, se imaginaba impresa en blanco y negro y se veía bonita.
Una mañana de diciembre su sueño se cumplió. Su rostro con gafas en blanco y negro apareció en todos los periódicos. Bajo su apartamento se agolpaban fotógrafo y curiosos. En mitad del barullo, justo después de que el inspector ordenara que retiraran el cadáver de la joven, alguien le preguntó: «Señor, aquí hay un montón de recortes de periódicos viejos, ¿qué hacemos con ellos?» «No me hagan perder el tiempo con tonterías», contestó molesto. Un brutal asesinato era justo lo que necesitaba en este momento que estaba a punto de jubilarse. «Tírenlos a la basura».
Por Elena Escudier.