—¿Usted es actor, verdad?
Miguel Santamaría asiente sin decir palabra y se gira con cierta brusquedad para abortar cualquier conato de conversación. La mujer parece desconcertada por un momento, luego hace un gesto despectivo con la mano, y reanuda su camino, mascullando entre dientes y arrastrando una enorme maleta por los atestados pasillos de la terminal de llegadas.
Miguel no está de humor. El vuelo ha llegado casi dos horas tarde a Madrid. En el teléfono tenía varios mensajes de voz, uno de ellos desde Televisión Española, diciéndole que han necesitado el coche de producción que debía llevarlo a los estudios para otras cuestiones y le pedían por favor que se desplazara por sus propios medios hasta Prado del Rey, donde debía grabarse la entrevista.
“¿Qué fue de…?”. Menudo nombre para un programa. Cuando le llegó la propuesta a Caracas ya le sonó a sentencia de muerte diferida. ¿Por qué diría que sí? Por dinero, claro. El orgullo ni se come ni paga el alquiler.
Le pidieron que enviara por correo electrónico un resumen de su vida artística. «Para cotejarlo con el que maneja nuestro servicio de documentación», dijeron. Durante los buenos tiempos siempre tuvo a alguien que le llevara esos temas. Agentes, representantes, tiburones siempre al quite por un diez por ciento del pastel. En los buenos y lejanos tiempos.
Se ha pasado la última semana buceando entre sus viejos álbumes de fotos y las cajas donde había ido guardando los recortes de prensa de más de veinticinco años de carrera. Reviviendo en su memoria aquellas primeras experiencias teatrales con los compañeros de Arte Dramático de Sevilla; los años en Madrid, de noches interminables y alocados proyectos en el efervescente Malasaña de Tierno Galván. Luego llegó Hijos de la noche, una de esas películas de quinquis y navajeros, a rebufo de las de Eloy de la Iglesia, pero que puso por fin su nombre en boca de todos, y su cara en los carteles de Gran Vía. Y después, cuando parecía que todo iba a ser viento en la velas, de nuevo el vacío. Más de dos años en los que solo le llegó el guion de una de Mariano Ozores, un secundario en una de esas de tetas, con Esteso y Pajares saltando arriba y abajo como macacos salidos.
Hasta que un día, en una fiesta, conoció a Manuel Piñero. El rey del culebrón mejicano, le susurró alguien al oído. Esa noche despegó todo, rumbo a la locura. Apoyado en el mostrador de una de las cafeterías del aeropuerto, recuerda el sabor del miedo en aquel primer vuelo a México D.F. El primer papel, como amigo español del protagonista en Aguas bravas. Y a partir de ahí, más de veinte años de frenesí, de encadenar una telenovela tras otra, en México, Colombia, Venezuela, jornadas de catorce horas diarias, inmerso siempre en tramas delirantes, llenas de interminables intrigas, de amnesias repentinas, de recauchutadas mujeres fatales que siempre lo miraban entrecerrando mucho los ojos antes de soltar la nueva bomba: «Tu padre está vivo, Alejandro» o «No pararé hasta despojar a los Mendoza de todo lo que tienen» o «Este bebito que llevo dentro de mí no es tuyo, sino de tu hermano Silverio». Siempre el mismo personaje, en realidad, con distinto nombre. Al cabo de los años perdió la cuenta de las veces que había sido el hermano gemelo malvado de alguien, el verdadero amor de juventud de alguien, el apuesto mozo de cuadra que conquista el corazón de la señora. Incluso se tropezaba con situaciones y hasta frases calcadas, una y otra y otra vez. Y las fiestas. Y las entrevistas. Y gente gritando, llamándolo, en todas partes. Y las galas. Y el alcohol. Y las drogas. Y vuelta a empezar. Y llegar cada noche a casa, o al hotel, renegando de todo, del oficio, consciente de su propia mediocridad.
Ver luego pasar los años, comprobando que cada cana y cada arruga eran una llamada de teléfono menos, una oferta menos. Lo único peor que saberse un mediocre es añorarlo.
Tener que aceptar papeles de chófer, y el del notario maduro, y el del empleado de banca sin frase, hasta acabar pudriéndose poco a poco en un adosado de Caracas, rodeado de viejas fotos amarillas y de recortes de revistas que hace años que no existen.
Delante de un café que se ha quedado frío, mientras a su espalda los aviones siguen con su ruidosa danza de idas y venidas por el cielo de Madrid, se repite una vez más la pregunta que se ha hecho varias veces durante las más de doce horas de vuelo, esa pregunta que le sabe a bilis y a extremaunción: «¿Qué fue de Miguel Santamaría?». «Y yo qué carajo sé», vuelve a responderse.
Una mujer se ha sentado en el taburete de al lado. La observa de reojo, a través del espejo del botellero del bar. Tendrá unos cuarenta años, quizá más, pero bien llevados. Ella lo está mirando directamente. Miguel se gira un poco hacia ella y ensaya su sonrisa de galán maduro. La mujer también sonríe, y se aclara la voz un par de veces antes de preguntar:
—Perdone que le moleste, pero ¿usted es cantante, no?
Se contiene para no responder lo primero que acude a su cabeza: «No, señora, cantante no. Soy el hermano gemelo malvado de su puta madre». En lugar de eso, Miguel respira hondo y, sin dejar de sonreír, dice:
—Más o menos.
Luego deja algunas monedas en el mostrador, junto al café sin apurar, y echa a andar, resignado y transeúnte, camuflado entre todos esos desleídos personajes del burdo guion de los días. Uno más entre los trozos de carne que se arrastran por la bulliciosa T4, presurosos y sombríos, recién caídos del cielo.
Por José Antonio Millán Márquez.