«Ayer nos dormimos a las cinco», dijo mi amiga sonriendo. La miré con desconcierto. «Nos acostamos a medianoche. Estuviste contando cuentos cinco horas sin parar».
Estábamos felices porque era la primera vez que todos los del barrio salíamos juntos hacia el este. Ver el mar azul, adivinarlo salado, la noche llena de estrellas, la arena blanca. Se notaba que habíamos dejado atrás las playas del río y nos acercábamos al Atlántico. Cuando nos fuimos a dormir conté un chiste, como era viejo y supuse que ya lo sabían los superpuse con otro y lo mezclé con una historia inventada. Como el experimento surgió efecto y parecía que nadie tenía sueño, postergué el final incluyendo nuevos protagonistas a la trama, los mismos contenían otros chistes, algunos viejos, otros nuevos. Para darme tiempo a pensar, el protagonista entra a un teatro y se abre el telón (varias veces), «¿cómo se llama la obra?». Ve varias funciones seguidas y conoce a un niño llamado Jaimito (Pepito en España) que durante un buen rato le cuenta sus travesuras escolares, y la historia de un tío que está en un manicomio (chistes de manicomio), pero ahí conoció el amor y se casó (chistes de matrimonio) y puso una empresa y se hizo rico (chistes de patrimonio).
Cuando me cansé, ella me susurró: «Seguí un poco más…». El ex loco se compró un perro y comenzaron los cuentos de animales. Tuve un «momento Poe» cuando quedaron encerrados en un sótano, y unos extraterrestres me sirvieron para homenajear a Bradbury. Aproveché que nadie conocía a Felisberto Hernández para plagiarle La casa inundada (agregando obvios chistes sobre la gordura de la protagonista) y rematé todo con una serie de cuentos sobre extranjeros, en particular gallegos, haciendo aparecer a mis padres en la historia. Una dosis de políticos, un par de ladrones (me puse un poco reiterativo y reivindicativo), unos borrachos y llegamos a la moraleja con final alternativo y un poco abierto a interpretaciones, con su pellizco de poesía. Se hizo el silencio. «Se durmieron», pensé. Pero uno se puso a aplaudir, y luego otro y así, todos. Una pequeña ovación en los médanos de la playa, con la hoguera casi extinguida.
Me dolía un poco la garganta. Recuerdo esa sensación áspera.
«Deberías escribir lo que nos contaste», agregó y se fue a bañar.
«Lo haría si lo recordara», le dije, aunque no escuchó. Cuando se iba pensé que lo había hecho por ella, pero no solamente. También tuve la curiosidad de saber hasta cuánto era capaz de llegar. Podía haber seguido y eso me hacía feliz. No sabía si escuchaban, pero también me alegró el aplauso. No sabía por qué lo había hecho, pero recuerdo la felicidad de entretenerlos, de que lo pasaran bien escuchando historias divertidas. Miré en mi mochila. En ella estaba mi primer cuaderno lleno de cuentos que, ahora sabía, pretendía que fueran de todo, menos aburridos. Era un comienzo. Uno de tantos.
Por Joaquín Dholdan.
Bravo! Me gustó mucho!!