Era un coche muy viejo pero también muy cuidado. Tan viejo que en la luna trasera se adivinaba la huella de una pegatina en la que una vez puso “TURBO” y, tan cuidado, que la puerta del maletero todavía conservaba intactas esas cinco maravillosas letras.
Se introdujo en el vehículo, ajustó el sillón del conductor y los espejos. No estaba sucio, solo descolorido y acartonado. Ajustó el cinturón de seguridad, comprobó que no quedaba fláccido y giró la llave de encendido. La aguja de la gasolina apenas se levantaba del indicador de reserva, pero el trayecto era corto. El motor arrancó a la primera y sonaba bien.
El camino no era difícil. Primero debería avanzar por la avenida de la Paz, hasta llegar a la ronda del Tamarguillo. Circularía por ella unos diez minutos hasta coger la salida de la avenida Montesierra. Después había dos alternativas: atravesar el polígono industrial para enlazar con la antigua carretera a Brenes o ir por la circunvalación exterior, más rápida, pero más peligrosa. Por cualquiera de los dos caminos terminaría en una rotonda enorme debajo de la A-66, a cuya sombra, en una carretera disimulada y mal asfaltada, se encontraba su objetivo.
Metió primera, soltó el embrague, pisó suavemente el acelerador y el coche emitió un sonido lastimoso y afónico. Era típico de los coches viejos que la caja de cambios tuviese mucha holgura, así que siguió hurgando las tripas del vehículo con la palanca de cambios hasta que le pareció notar que por fin había entrado la primera. Volvió a probar y esta vez el coche dio un pequeño salto hacia adelante, se sacudió como si fuese un cachorrillo mojado y se puso en marcha.
Al principio iba bastante tenso. Un coche tan viejo y desconocido siempre podía plantear algún problema. No había comprobado los intermitentes, por lo que bajó el cristal de su puerta, puso el intermitente derecho y se asomó advirtiendo con agrado la rítmica luz anaranjada. Disfrutó del frescor matinal del aire, dejó la ventanilla bajada y apoyó su codo derecho sobre ella. Circuló despacio, observando el trasiego de padres y madres que llevaban a sus hijos al colegio. Al entrar en la ronda del Tamarguillo se encontró de frente con el bajo sol de la mañana. El conductor, deslumbrado, quiso desplegar la visera para proteger sus ojos, pero se le quedó en la mano. Arrojó el rectángulo de espuma forrado de plástico agrietado y deformado por los miles de billones de rayos de sol que lo habían azotado a lo largo de cuatro lustros.
Conforme avanzaba por el itinerario previsto, se iba encontrando más cómodo con el vehículo y las marchas dejaron de suponer un problema. En un semáforo se permitió la broma privada de pitar al BMW que tenía delante por tardar mucho en salir. Constató dos cosas: que el claxon funcionaba maravillosamente bien y que se podía construir un eficiente infierno solo con su sonido. El del BMW hizo aspavientos a través de la oscura luna trasera y el conductor, sonriendo y apretando los dientes para que el sonido de su propio claxon le resultase más soportable, volvió a pitarle.
Cuando llegó el momento de elegir entre el camino que atravesaba el polígono o el que iba por la circunvalación, con un volantazo, decidió que era hora de darle un poco de alegría a ese motor. Subió por la cuesta que daba al carril de incorporación y pisó el acelerador a fondo para igualar la velocidad de su vehículo a la de los demás coches que estaban usando la vía. El viejo coche respondió con brío y, expectorando un cúmulo gris ceniza por el tubo de escape, se sumergió en una rápida corriente de automóviles jovencitos repletos de electrónica, en mucha mejor forma que él.
El conductor encendió la radio y sonó, limpiamente, Great King Rat de Queen. Tarareando, hizo que el coche dejara la circunvalación por la salida de Madrid, descendió por lo que parecía el corte transversal del caparazón de un caracol gigante y circuló un kilómetro hasta llegar al desvío de la carretera de Brenes. En el semáforo tamborileó sobre el volante y el motor le hizo cosquillas en la punta de los dedos con su vibración.
A veinte metros de la puerta del desguace paró el coche. Revisó que la aguja de la temperatura no se había movido de la mitad del indicador, se fijó en la visera tirada a los pies del asiento del copiloto y pensó: “Puedo arreglarlo”.
Dio media vuelta y, entre los silenciosos vítores de los coches que se oxidaban en sus nichos al sol, se marchó en busca de una gasolinera.
Por Thalcave.