«La mayoría de la gente pierde la ocasión de dedicarse a su vocación y, a partir de ese momento, lo hacen todo a medias, como si su idea de realización naciese muerta». No lo digo yo, lo dice Richard Ford en El periodista deportivo. Únicamente he obviado un adjetivo para identificarme aún más con la frase. Sinceramente, yo soy uno de esos individuos. Y ser consciente de ello, recién iniciada la treintena, es una enorme jodienda. ¡La ostia! Leí la condenada frase no menos de cinco veces seguidas y, ahora, de nuevo, vuelvo a mascarla, cuando estoy a punto de sembrar mis primeras orquídeas.
Lo tengo todo dispuesto, colocado sobre el césped como el instrumental de un cirujano. Las semillas, el mantillo, ese abono químico en bolitas que parecen caramelos de anís, la azada para cavar la zanja, una palita ridícula y un minirrastrillo del que desconozco su función. A priori, parece que todo marcha. No obstante, miro al cielo, suspiro y veo que no tiene muy buena pinta.
A unos quince metros, en el porche, apoyado en una columna como si estuviera cansado de esperar el autobús, fumándose un pitillo, se encuentra mi padre, con cara de haber apostado en mi contra. Él es uno de esos hombres que leen las condiciones de un préstamo hipotecario y han apretado un tornillo con las manos alguna vez en su vida. Seguro que saben a qué me refiero.
Tecleé «orquídea salvaje» (me pareció que salvaje es inherente a orquídea, algo así como turgentes a pechos) en Google y vi que las orquídeas pueden llegar a ser realmente bonitas. Las hay con forma de mariposas y otras de las que, por lo visto, se extrae la vainilla. Fueron los indígenas mexicanos los que aprendieron a hacer esto último. En el tema de extracciones y plantas los mexicanos siempre andan muy avanzados. También vi la multitud de dudas que decenas de jardineros de todo el mundo alberga sobre el cultivo de la orquídea. Yo, simplemente, llegué al vivero y dije: «Póngame unas semillas de orquídeas». No me gustó la mirada del dependiente. Sentí cómo sus pupilas se descojonaban. Lo achaqué en un primer momento al intenso olor a pino que allí había, pero después, de camino a casa, parado en un semáforo de la Ronda del Tamarguillo, mientras miraba un ramo de flores conmemorativo de algún atropello reciente, llegué a la conclusión de que verdaderamente se estaba descojonando de mí. No me extrañaría que dentro de unas semanas brotaran unos hermosos gladiolos en el jardín de la casa de mis padres.
Mi padre nunca ha puesto muchas esperanzas en su primogénito. Por lo que sé, en su juventud recogió muchos capazos de aceitunas hasta que tuvo la edad para alistarse en la Legión. Entonces conoció a mi madre, dejó la Legión, sirvió copas en El Coto mientras estudiaba Mecánica de Automoción, se casó, consiguió abrir su propio taller, compró un piso, tuvo tres hijos, compró esta casa con un jardín de quinientos metros cuadrados porque quería que sus pies descansaran del asfalto un rato cada día y ahora cuenta los días para jubilarse. Y eso es todo. Desde luego es mucho más de lo que yo voy a hacer en la vida. Un día el viejo estaba viendo un partido del Madrid, se levantó del sillón de repente, vino hacia mí y me miró a los ojos. «Chico, ¿qué piensas hacer?». Yo debía de tener diecisiete años y me veía incapaz de terminar el bachillerato. Después de aquella pregunta vinieron más, iguales y con el mismo tono de desconcierto. En cada confusa respuesta que recibía, menguaba un poco su orgullo de padre. Mi hermano es odontólogo y acaba de celebrar el cocktail de inauguración de su consulta; mi hermana es azafata de vuelo y todas las semanas cuelga en Facebookuna fotografía suya con una sonrisa estúpida y un monumento archiconocido detrás. En los últimos tiempos me pregunto qué tipo de amor sentirá mi padre por mí. Por experiencia sé exactamente lo que quiero decir. Cuando salía con Judith notaba cómo mi amor por ella no era completo, es decir, la barra de carga no llegaba nunca a rellenarse, y los años pasaban. Ese loading eterno fue lo que hizo que la dejara plantada a dos meses de la boda. La quería, claro que la quería, deseaba lo mejor para ella, pero no deseaba lo mejor para ella junto a mí. Papá nunca lo reconocerá; sin embargo, es cada vez más evidente que el amor que siente por mí se acerca peligrosamente al amor que puede sentir una persona por su pequeño schnauzer. No lo culpo.
No leí nada en los blogs de jardinería sobre los efectos de una lluvia violenta en unas orquídeas recién sembradas. El sentido común me aconseja que no es lo mejor para una tierra sin compactar. En esta época del año el clima mediterráneo se caracteriza por lluvias torrenciales. Es final de septiembre y el aire de la superficie terrestre todavía está caliente. Varios kilómetros más arriba suele dejarse caer del norte del continente alguna que otra masa de aire frío. Como el aire caliente tiende a subir, inevitablemente contacta con el aire frío y se forma la tormenta que provoca que los muebles de una salita de estar terminen flotando. A juzgar por las nubes que veo, no es descabellado que eso se produzca y mis semillas de orquídeas recién plantadas pierdan su oportunidad para crecer. Tampoco he de sorprenderme si el otoño no es el tiempo para plantar orquídeas. No lo sé. No sé lo bastante de orquídeas. Debería recoger más información. Acudir a algún curso del ayuntamiento o preguntar a algún experto plantador de orquídeas. Ni siquiera sé si plantar orquídeas es lo que quiero hacer. Pensé que estaría bien que algún vecino parara a mis padres por la calle y los felicitara. «¡Unas orquídeas excelentes!». Y estaría también bien que ellos contestaran: «Ha sido nuestro hijo mayor, tiene buena mano con la jardinería». Alzo la cabeza y veo que el cielo se está ennegreciendo. También veo el instrumental alineado, como soldados prestos para el combate. Miro a papá de manera disimulada. Ha terminado su pitillo y tantea el paquete que guarda en el bolsillo de su camisa. Parece que me ha caído una gota, aunque no lo sé con seguridad. Pinta feo, desde luego. Entonces me pongo a recoger las semillas, el mantillo, los caramelos de anís, la azada, la palita ridícula y el minirrastrillo.
—¡Ajá!—dice papá y se escabulle hacia el interior de la casa, probablemente en busca de mamá, con el objeto de cobrarse la apuesta. Debe de haber juntado una buena cantidad a mi costa: el gimnasio, el curso de conductor de ambulancias, las clases de guitarra española, la colaboración en el comedor social, mi boda con Judith, y una larga lista de cosas a medio hacer.
Es el drama de mi vida. El cabrón de Richard Ford acertó de pleno. Nunca sembraré esas orquídeas. Es el gran problema de no encontrar una vocación, ni siquiera algo que haga que pueda levantarme todas las mañanas medianamente ilusionado. Ni que decir tiene que no lloverá en toda la tarde.
Fin.
Por José Pedro García Parejo.
Si empiezas ‘mentando’ a ‘El periodista deportivo’ ya me tienes ganada 😉
¡Sacas petróleo de los temas del mes!
Me ha encantado el relato! En mi caso estoy deseando leer El periodista deportivo
En cuanto a lo del minirrastrillo…. creo que uno deja de encontrarle sentido cuando cumple ya la edad de ponerse bañador en la playa, jejeje
Lo estoy leyendo ahora! Es para leerlo despacito, lleno de reflexiones, lógico que me salga un relato de ahí, aunque sea con orquídeas jajajaja
pinta feo… ¿las vocaciones existen? ¿o hay un montón de “yoes” por ahí y la cuestión es dar con ellos… o no…?
Muy bueno maestro!
Gracias, compis.
Exacto…A la fuerza hay que encontrar la vocación? Por qué no podemos pasar la vida con ilusiones de medio minuto? Uuummm…este tipo de debates incita a arrimarse a bebidas espirituosas.
Yo tuve un minirrastrillo una vez. Lo usaba para rascar el lomo de mi perro.