– ¿Sigues teniendo pesadillas?- hizo la pregunta de rigor, no porque eso le preocupara lo más mínimo, pero se lo perdoné.
– Pues no te lo vas a creer, pero desde que llegué a este lugar no me ha despertado ningún mal sueño. No creo que los sobresaltos de madrugada hayan acabado…pero creo que estoy durmiendo mejor.
– ¿Y eso? Entonces, entiendo que estás bien…- no supe si se alegraba o no, pero también se lo perdoné. Para mí la noche en los últimos años había sido una de mis mayores torturas, y parecía que ésta se había apiadado de mí.
– Supongo que sí… ¿Cómo estás?- no tenía mucho tiempo, me lancé.
– Te comento que por aquí nadie sabe nada, Ramón hace lo que puede, los niños preguntan, y yo ya tengo bastante con el trabajo, dentro y fuera de casa- “Ramón”, “los niños”… cuchilladas en mi estómago. Pero quizás la herida más profunda era la del “trabajo, dentro y fuera de casa”. No me había dicho cómo estaba, pero no hacía falta. Estaba sola, porque yo la había dejado sola. Sola con nuestros hijos. Sola con mi mejor amigo, Ramón, su pareja actual, que previamente fue su amante, y que ahora cuida de mis hijos y, además, intenta sacarme de la cárcel. Y sola con mi asignatura pendiente, mi padre. Un viudo con Alzheimer que, en su momento, sintió adoración por ella, porque era lo mejor de mí. Sí… también le perdoné ese dardo envenenado. Qué iba a hacer.
– Pepa, yo…
– ¿Tú, qué?- quería disculparme por enésima vez, pero me pudo el miedo a otro ataque. Quería hablarle, cada día, a cada hora. Acompañarla de alguna manera. Ahora estaba encerrado, y me sentía seguro. No podía hacer nada malo, no podía cagarla mucho más. Y, sobre todo, no podía hacerles sufrir más. Y eso me tranquilizaba.- Dime. Dime algo nuevo. Algo que me haga sentir que vale la pena nuestros esfuerzos por sacarte de ahí. ¿Crees que después de esto puedo confiar en ti?
– Pepa, lo siento muchísimo…- le había pedido perdón en mi vida tantas veces como puñetazos había marcado en las paredes, en los coches o en la cara de otros tíos. Pero nunca lo había sentido tanto. En los momentos en que uno recupera el sosiego, alcanza el punto álgido de remordimiento. Ése que tantas veces había anhelado. Arrepentirse no es fácil cuando uno se refugia bajo la sombra del odio.
Escuché un breve silencio, como cuando nos dicen algo que necesitábamos, que nos sana, y cerramos los ojos para llevarnos toda la sensación del mensaje. Y, acto seguido, me llegó el sonido de un amago de sollozo que se partió en llanto. De alguna manera, sentí que no era un llanto rabioso ni de amargura.
– Te quiero, hijo de puta… Ándate con ojo por allí, que te crees muy listo y no eres más que un mojonero- Pepa lloraba como casi siempre, de amor. En mi vida he conocido una mujer que amara como ella, como el amor que se describe en las bodas y que nadie cumple. Pepa fue la única persona (y me temo que será) que me quiso de forma incondicional y lo seguirá haciendo. Ella se preocupó por conocerme, se inventó mis virtudes para aceptar mis miserias. Y, aún hoy, con una vida marcada por un ex marido en la cárcel que también espera ser ex traficante de droga, me demuestra que me ama con locura.
He tenido una vida de mierda, pero no he querido contarla. Si en esta entrevista de seguimiento a un preso condenado para el resto de su vida piensan que voy a intentar convencerles de mi arrepentimiento y de mis posibilidades de reinserción, siento hacerles perder el tiempo. He preferido contarles que he logrado hablar sin gritos después de quince años con lo mejor que me ha pasado en la vida.
Con mi Pepa.
Por Mawi Justo.