Amanece. Los tonos rosados cubren el cielo y el agua. Hace horas que observo el horizonte. Surinám, país salvaje, me guiña desde la orilla contraria. Estamos en Paradise, paraíso terrenal que encontró su lugar en este perdido rincón del mundo, aldea indígena de la selva.
Amanece. El cielo clarea, el sol se despereza y comienza su ascenso. Y hay unos segundos de silencio entre el callar de la fauna nocturna y el despertar de la diurna.
Amanece. Las copas de los árboles se agitan con la primera brisa de la mañana y el zumbar de moscas y abejorros comienza al tiempo que el sol se eleva, que el cielo, la superficie del agua y, en realidad, todo lo demás, pasa a ostentar una tonalidad amarillo pálido.
Amanece y la mística bruma, que surgía del agua brindándole una irreal impresión de calma, deja paso a la percepción real de la corriente que fluye junto con todos los peces que acaban de despertar y salen a la caza del desayuno.
Amanece un nuevo día tras una noche sin dormir, escuchando las historias de los viejos indios, alrededor de un fuego, al principio, tendidos en la hamaca, más tarde, donde nos observamos. Mis manos acarician tu nuca. Tus rastas, largas, me hacen cosquillas en el ombligo, situado en mis entrañas, origen de mi vida. Nuestros pies se enredan, haciendo y deshaciendo nudos a su antojo.
Amanece y me tomas la mano, los tonos rosados cubren el cielo y el agua donde tú y yo nos sumergimos. Los pajarillos cantan al unísono, en mi alma y sobre aquella ceiba.
Y es que ya amaneció.
Sinnamary, 05/03/2017
Por Carmen Arjona.