—Mira, tanto me vuelve loco una virgen bajo palio que en una cinta de VHS.
Con esta curiosa sentencia, Mario Benjumea de Los Santos Avellaneda pensaba que se definía mejor, pues Mario Benjumea de Los Santos Avellaneda tenía dos pasiones: la Semana Santa y las películas picantes de los 80. Recitaba, de sopetón y sin venir a cuento, mientras él y sus amigos esperaban una tapa de bravas en un barrio de Triana, la lista de vírgenes que hacían estación de penitencia a la vez que todas las películas de tetas del 84. Películas de tetas, así las llamaba él. Porky’s, Desmadre a la americana, la Esperanza de Triana, Los albóndigas en remojo, la Virgen de la Hiniesta, la Virgen de la Estrella, 9 semanas y media, Orquídea Salvaje, la Virgen del Buen Fin. ¿Cómo podía alguien aunar de tan buena forma dos cosas que, a priori, podrían parecer tan lejanas? Eso no lo sabía ni él ni sus amigos. Le venía de lejos, eso seguro, cuando se escabullía por las noches, mientras sus progenitores dormitaban, y encendía la televisión y aparecían, en la programación nocturna, esos pechos lozanos y espontáneos, aliñados con esos argumentos desprejuiciados que no tenían en cuenta más que la impetuosa lujuria del adolescente. ¿Lo de la Semana Santa? Pues dejad que os cuente que puede que fuese porque en uno de esos días, sobre las doce de la noche, mientras veía, bajo la luz centelleante del televisor, una película europea de tetas, que eran peores porque no te reías, sus padres, que, os recuerdo, dormían ajenos a las incursiones onanistas de su primogénito, escuchaban en un vetusto y oxidado transistor la retransmisión de la entrada de la Virgen de la Estrella, con esa letanía abotargada que tienen los locutores que se dedican a tales menesteres, con ese ruido de fondo, ese colchón que podemos identificar como el murmullo del gentío, entre respetuoso y excitado, esa saeta que se escucha a lo lejos, como un eco lastimero y, a la vez, los gemidos de esa desconocida actriz sueca, cuyos pechos se bamboleaban a la vez que el hermano mayor de la procesión de turno daba el visto bueno a los costaleros para que alzaran a la virgen al cielo.
—Mi película preferida, Orquídea Salvaje. ¿La virgen? El Buen Fin.
No hacía más que repetirlo cada vez que se lo preguntaban, no sin cierta sorna, en su círculo de amigos más íntimo. Mario era, sin duda, un tipo peculiar, que bien entrados los noventa se dedicaba, sin dejar de lado su extensa videoteca erótica, a flirtear con el porno más duro, pero sin entrar en detalles médicos. Y se encomendaba a la virgen cada vez que caía entre sus manos, sin él quererlo, alguna cinta en la que los genitales tuvieran más protagonismo de la cuenta. Su escalón más alto en cuanto a genitalidad televisiva se reducía a las películas X del Plus, eso sí, codificadas. Achinaba los ojos o, decía él, colocaba un folio frente a la pantalla y, oye, que sí, que se veía, pero sin que su sensibilidad se viese dañada en modo alguno. Así él era feliz. Sus tetas, su porno codificado y su Semana Santa cada año.
Corría el año 1996, un año de novedades imagineras, un año que a Mario Benjumea de Los Santos Avellaneda se le presentaba como el mejor del mundo. Se presentaba en sociedad una nueva virgen, la Virgen de la Orquídea, una virgen rompedora, que decían iba a traer cola, y no de manto, precisamente, por su belleza alejada de los cánones imagineros habituales, con una finura atrevida, sensual incluso, que incomodaba a feligreses por su turbadora voluptuosidad. Y no solo eso, sino que, además, se llamaba Orquídea.
—Sí, es un nombre raro para una virgen, pero bueno, no menos raro que Hiniesta, oye, y además, se llama como mi peli favorita.
—¿Cuál era, que no recuerdo el título?
Era mentira, claro, lo sabía de sobra.
—Orquídea Salvaje, la de Mickey Rourke y una que ya no hizo más pelis, o hizo muy pocas, Carré Otis, que está buenísima y sale en bolas casi todo el tiempo. Dicen que la escena en la que follan, lo hacen de verdad.
—Eso es mentira.
—No sé, lo he leído en el Fotogramas. A mí me da igual, yo me imagino que lo hacen de verdad y así es mejor.
—También es verdad.
El Lunes Santo era el día en que la Virgen de la Orquídea hacía su estación de penitencia. Mario y sus amigos, como todos los años, habían quedado en encontrarse en un punto céntrico, sin que aún hubiese cofradía en la calle, lo que suponía estar de buena mañana ya sobre el suelo, con zapatitos y chaqueta, gomina en abundancia, perfume barato y bolsa del Pryca con un bocadillo, que el día era largo y las caminatas abundantes. La calle era de ellos. La carrera oficial aún estaba despojada del gentío. Ya aparecían las primeras costras de cera acumuladas por las imágenes del día anterior, pero el panorama era un tanto triste: las sillas y palcos estaban vacíos. Aún así, el ambiente pedía fiesta. Sacra, por supuesto, pero fiesta. A la una de la tarde ya andaban trasegando cerveza en una taberna cerca de la Plaza de la Encarnación, donde se encontraba la capilla de la cual partiría la Virgen de la Orquídea, con su exótica y particular belleza, a las 3 de la tarde. Pocos nazarenos y poco ambiente. Aún no contaba con muchos acólitos, eso estaba claro. Y además coincidía con la salida de la Virgen del Patrocinio, de rancia tradición en la ciudad. Pero Mario iba a serle fiel a la Virgen de la Orquídea, como si quisiese rendirle homenaje a todo ese cine de tetas, sensual, libre y joven, que tantas y tantas noches le habían distraído y aliviado. Cuando ya habían pasado por tres cervezas, Mario quiso ubicarse en buena posición para poder ver por sus propios ojos lo que la expectación le tenía con el corazón acelerado.
—¡Quiero verle la cara a la virgen de la Orquídea! ¡Guapa y reina!
—Mario estás loco, si ya la has visto en fotos.
A sus amigos le gustaba la Semana Santa, pero no tanto. Bueno, digamos que su gusto por las vírgenes iba parejo por su gusto por los cristos.
—Pues por eso mismo, seguro que en persona luce mejor. ¡Daos prisa que quiero sentirla muy cerca de mí!
Eran las cervezas y no su fervor católico quien en esos momentos gritaba, eso estaba claro. Mario y sus amigos se arremolinaron al lado de la riada de nazarenos justo para darse cuenta que habían dejado pasar al Cristo.
—¡No me importa! ¡Yo quiero ver a la virgen!
—Mario, por favor, no grites.
La chaqueta le vibraba al ritmo que lo hacían sus brazos, tocando al compás de la marcha, los ojos brillantes y quemados por el sol primaveral, 27 gradazos que hacía ya, cuando por la calle Imagen asomaba el palio dorado, zigzagueante, con sus bambalinas doradas y una gloria que daba gusto verla.
—Por allí se ve, ojalá se pare justo frente a mí.
Dicho y hecho. Los nazarenos terminaron. El paso de palio se paró frente a Mario. El chimpón final de la marcha coincidió con un suspiro, por él exhalado, que se parecía mucho al que emitía Kim Catrall en Porky’s cuando hacía el amor con el profesor de gimnasia en los vestuarios del instituto. Allí la tenía, en todo su esplendor y era, incluso, más guapa que en fotos, por supuesto.
—Os lo dije. Mirad qué ojos verdes, mirad qué ovalo forma su cara, qué cejas… ¡Que se pare el mundo en este momento!
Pedro Almirante, uno de sus amigos más queridos, decidió que era ese un buen momento para preguntarle, nuevamente, por su película erótica favorita de los 80.
—¿Qué?
—Que como se llamaba aquella película del Mickey Rourke que te gustaba mucho, que lo hacían de verdad, que lo decía el Fotogramas
—Que… Pero… Joder, Pedro, Orquídea Salvaje, se llama Orquídea Salvaje.
—¿El qué salvaje?
—¡¡Orquídea!! ¡¡ORQUÍDEA!!
En ese momento, el gentío, sin duda animado por los gritos apasionados de Mario, que no se referían a aquella Orquídea, Nuestra Señora de la Orquídea, la Santísima Orquídea, sino a una película infecta digna del videoclub más sucio, comenzó a gritar:
—¡¡ORQUÍDEA!! ¡¡ORQUÍDEA!! ¡¡GUAPA!! ¡¡GUAPA!!
Mario miró al cielo, la miró a ella, el capataz dio la orden de la levantá, la música reanudó su solemne melodía y la estructura cimbreante se alzó casi rozando el rostro de Mario, que seguía gritando, absorto, obnubilado por la belleza de la virgen.
—¡¡ORQUÍDEA!! ¡¡ORQUÍDEA!! ¡¡GUAPA!! ¡¡GUAPA!!
Mario aún tenía el “guapa” en la boca cuando le cayó en todo lo alto de la cabeza, con su pelo engominado, el contenido íntegro de la cera que se había acumulado en uno de los candelabros de cola que adornaban la procesión. El grito que emitió de puro dolor fue confundido por la muchedumbre como un puro acto de fervor devoto. Y no. Es que la cera picaba y dolía y su frente, antes perlada por el sudor y los efluvios del alcohol, habían dado paso a un surco de pellejo enrojecido muy parecido a un estigma. Mario se giró, queriendo ser ayudado por sus amigos, por la gente que tenía a su lado, ajenos a que su cabeza había sido depositaria de cera hirviente. Unos gritaban “milagro”, los más decían ”otro imbécil al que se le ha caído la cera del candelabro”, otros, los más sensatos, se preguntaban por qué cojones estaban encendidos los candelabros si solo eran las tres de la tarde. Nadie, en ese momento, se acordó, no obstante, de Orquídea Salvaje, salvo Mario Benjumea de Los Santos Avellaneda, que le gustaban tanto las vírgenes en cinta de VHS como bajo palio.
Por Antonio Bret.
Maravilloso, Antonio, me ha encantado. No tengo palabras. A nadie se le ocurre mezclar vírgenes de procesión con pelis ochenteras de onanismo. Y encima lo haces con gracia y autenticidad. Felicidades. Lo has bordado como el mejor manto de palio.
gracias ignacio 🙂
Gran relato. Conocemos a varios mariosbenjumeas…
Me he bebido el relato en un instante.