El viento anticipa que estamos cerca cuando aún los recovecos de las irregulares callejas, diseñadas precisamente para burlar los temporales, no dejan aún trabajar la vista. La brisa salada no cesa de arrastrar su olor. Intenso, cargado a pesar de su humedad y frescura. Denso y pegajoso a las narices menos preparadas.
Un mismo edificio, una misma plataforma, unos mismos noráis sirven de escenario a unos ritmos y sones muy diferentes según el momento. Lo mismo el trasiego, las voces, los motores anuncian prisa por partir, de llegar. Lo mismo las gaviotas y su duermevela en lo alto de las quillas y redes son las únicas protagonistas en las horas calmas.
La lonja es el ombligo de cualquier puerto pesquero. A donde se desea volver y alijar las bodegas llenas, para reencontrarse con la familia y con la firmeza de tierra. Para que sepan las sirenas que, esta vez, tampoco ganaron.
La lonja es el lugar al que acudir en caso de duda, de pérdida, de distraimiento, a donde siempre te llevan los pasos perdidos, donde lloran los marineros jubilados, donde empieza el sistema capitalista, donde los marinos, de regreso, se rehacen hombres.
La lonja de Isla Cristina tiene todos los olores, sabores y texturas de un puerto grande, por su volumen, por el número de barcos, por las toneladas de decenas de especies que se pasean, saltan o mueren en sus entrañas. Tiene todo lo añejo, coqueto y sabroso de ser el fin e inicio de la mar, el trocito de tierra desde la que muchas generaciones han arrancado a la mar su sustento diario a golpe de sudor y sal. Tiene todo lo bohemio de las antiguas falúas y todo el poderío de miles de caballos arrastreros. Tiene millones de lágrimas de madres, mujeres e hijas que se han hecho escamas en su suelo. Tiene la belleza de ser el abismo necesario del sentir marinero.
Un día, bien de mañana, puedes contagiarte de la alegría de la descarga del pescado. Escuchar a los marineros en su indescifrable idioma es asistir a la mejor tragicomedia clásica. Otra tarde, con los barcos durmiendo en su muelle, con la sola compañía del sol poniente, los rayos horizontales otorgan luz de poeta al paseante distraído.
La lonja isleña es la amapola marina que florece cada día. En la que cada vuelo de charrán, cada graznido de gaviota, cada salto de sardina de alba, cada destello del sol en la mecida de la ola, aunque repetido hasta la saciedad, sabe a nuevo. Es, desde la que parten cada día esperanzas y a la que llegan con demasiada frecuencia tragedias. El rincón al que puedes ir a esconderte pero nunca lo lograrás.
Muchos llegan al muelle, buscando sin saber. Curiosos, acercan sus pies al borde. Asoman, tímidos, temerosos, la cabeza para mirar el secreto o el tesoro que pueda esconderse allá abajo. El agua les devuelve su imagen.
Por Antonio Aguilera Nieves.