Cada mañana me levanto sobre las 5,30. Tengo mucho sueño. En realidad daría lo que fuera por quedarme unos minutos más en esa postura sobre la alfombrilla que tanto me ha costado encontrar durante la noche. Pero entonces escucho la voz de mamá desde el otro lado del muro de adobe y barro que me dice: “Ya sabes lo que le pasa a quien no despierta al sol, cuando seas anciano y torpe, te dejará ciego para que no puedas ver amanecer. El sol es el más rencoroso de los astros y, si eres perezoso y no te despiertas antes de que salga, te dejará ciego.” Así que, de un salto, me planto fuera de casa, trepo al árbol a cuyos pies está el abuelo y espero, mientras el sol se despereza, a que salga. A mí aún me parece un poco raro, pero según decía el abuelo, al sol no hay que llamarlo, sino que se despierta con el ruido que hacen los pies de los niños sobre la tierra. Por eso es importante madrugar, al menos en mi pueblo todo el mundo lo cree así.
Después de comer algo de plátano frito o maíz tostado, y recoger mis cosas, pongo rumbo a la escuela. Ahora está más cerca que hace algunos años y tan sólo tengo que caminar dos horas para llegar. Además, el camino no está nada mal, la tierra se mantiene bien agarrada a la montaña, así que incluso los días de lluvia puedo ir un rato al colegio.
Me gusta la escuela. Es cierto que muchas cosas que allí nos enseñan me parecen difíciles y me canso, así que los mejores momentos los paso jugando al fútbol con mis compañeros. En cambio, es raro, porque entrar en clase me produce una sensación que no sé describir, pero que es buena. Es sólo un instante, pero me hace estar de buen humor y, más, cuando sé que cada día se va a repetir. A veces mis amigos me empujan y se meten conmigo porque, cuando entramos, lo hacemos corriendo (la señorita siempre dice que un día vamos a romper la puerta) pero yo, en un punto justo antes de cruzar la entrada, intento quedarme parado, totalmente quieto. Es difícil porque, además del caos que se forma, en la entrada a las aulas el sol da de forma directa y, si te quedas mucho tiempo quieto, te quemas los pies. De hecho, cuando la profe sale un rato, jugamos a ver quién aguanta más tiempo quieto. Yo no soy muy bueno, pero me defiendo. Y más, si se trata de prolongar, como decía, ese instante de entrar en la clase, ver a mis compañeros, las mesas y sillas y lo mejor: la pizarra. A los mayores no les impresiona la pizarra, pero yo lo veo como una superficie gigantesca y, además, siempre sucia porque está llena de misterios sin resolver. Recuerdo perfectamente la primera vez que usé una tiza para pintar en ella… fue horrible. Arañé sin querer esa superficie verdosa oscura y esto me produjo una sensación muy desagradable, además de descubrir que no había magia en esos dibujos blancos que se formaban en ella, sino que se trataba de un trozo blanco de algo llamado tiza que se desmoronaba con facilidad. Pero desde entonces algo surgió en mí, algo nuevo que me acompaña hasta ahora, y es la costumbre de que, cuando la profe me obliga a escribir algo en la pizarra, yo lo hago, pero mi mente se pierde en otra dimensión en la que imagino que la pizarra está tan oscura y empolvada como mi vida, que acaba de comenzar, y la tengo que llenar con cosas, vivencias, lo que yo quiera. Es genial.
Para nuestros mayores, la vida en el pueblo creo que no es fácil, aunque sigo sin entender muy bien por qué, y mi tía siempre dice que lo que hacemos y decimos en nuestra vida vale tan poco como las operaciones matemáticas que resuelvo en la pizarra del colegio, no porque no sean útiles, sino porque cualquier día llega alguien que de un manotazo puede borrarlas. Ella dice que “lo importante es lo que aprende nuestra cabeza y nuestro corazón, porque es lo único que no muere ni envejece, porque siempre pasa de unos a otros.”
Soy Mohamed, tengo 10 años y hoy no he podido ir a la escuela porque me han cogido. Mamá me dijo que esto podía pasar. Siempre hay grupos de jóvenes armados que buscan gente para enseñarles la guerra. A mí no me interesa la guerra, tampoco la entiendo bien, pero ahora sólo me preocupa sobrevivir, porque a veces hacen daño a la gente. Papá me dijo hace tres años que si esto pasaba algún día y él no podía ayudarme, hiciera exactamente lo que ellos dijeran, y saldría con vida. Así que no tengo miedo. Lo malo es que estoy encerrado desde hace horas, el sol pensará que me he dormido y cuando sea abuelo y tenga muchos nietos, me dejará ciego. Me han dado un arma, dicen que mañana me enseñarán a usarla. Al tocarla por primera vez siento nostalgia de cuando toqué una tiza por primera vez. No me desagrada el tacto, pero recuerdo que el abuelo siempre decía que las cosas que no salen de la tierra nunca ofrecen garantía ni cuantía, o algo así.
A propósito, ahora creo que entiendo un poco lo que quería decir el abuelo cuando el cole estaba más lejos. Yo no quería ir y él me repetía:
“Mohamed, estás cansado porque estás vivo, siente la dicha. Ir al cole es vivir, no sobrevivir.”
Espero no olvidarme de esto.
Por Mawi Justo.
Muy bueno, como es habitual en lo que haces.
No te despegas del arraigo africano. Dicen que te atrapa para siempre.
Besos.
Tan atrapada me quedé que es la primera vez que escribo sobre África. Vértigo…mucho vértigo da hablar de algo que, incluso viéndolo cada día, desconoces. Me alegro que te guste Javi!