Me detengo en seco, el cartel de SE VENDE me desacelera como un coche que se queda sin gasolina.
Tengo poco tiempo (como siempre). Son las 8:45 horas. Acabo de dejar a los niños en el aula matinal. Cuando los he bajado del coche me he frotado tres veces los oídos, pensé que me había quedado sordo.
En el delicioso silencio abro el pesado maletín del portátil. Saco la agenda (en papel, no uso otra) y veo que tengo una cita para firmar una póliza a las 9:30 horas. La calma ha durado exactamente treinta segundos de reloj (estúpida frase, de qué son los segundos sino de reloj).
Tengo que pasar por casa de mis padres y dejarles la comida. Mi madre se ha perdido en el bosque de la vejez y soy su guía. Hago todo lo que puedo (a pesar de mis obligaciones como padre y de mí mismo) para mantenerle encendida la luz. Soy la madera a la que se ancla en la tormenta. Sé que tienen que venir tempestades y la visión de las olas gigantes me despierta desde hace algunos meses. La mano de mi mujer me acaricia los labios y me devuelve la paz noche tras noche.
Saco la nevera con el almuerzo para subírsela a casa y la coloco en el asiento del copiloto. Es tan pesada que el coche empieza a pitar porque el pasajero no lleva cinturón de seguridad. La cambio de sitio y conduzco. En la radio, las noticias me recuerdan lo afortunado que soy personalmente y lo mísero que es este mundo.
Al doblar la esquina lo veo. El cartel naranja fluorescente ilumina el número de teléfono apuntado con un rotulador demasiado grueso. Ayer no estaba. Me bajo del coche y subo la escalera.
Abro la puerta, pero la cadena está echada. Una voz desde el fondo me dice que ya viene. Es la voz de mi madre pero la enfermedad también se la ha cambiado. No es solo ella la que no nos reconoce, nosotros tampoco la reconocemos a veces. Sus pasos, eso sí, son inconfundibles. Pesados, cansados y con un ritmo que te hace pensar en demasiados momentos que se han esfumado como el humo del tabaco. Me abre a medio vestir y se sienta en su butacón.
– Mamá, te dejo la comida, ¿has visto que se vende la frutería de Antonio?
Hace meses que no sale de casa pero la fachada de enfrente es la película fija que proyectan en el cine de su balcón.
– ¿Qué frutería?
Le doy un beso en la mejilla.
-Volveré por la tarde, mamá.
Firmo la póliza con la mente iluminada por el naranja del anuncio. Y con esa luz me como la mañana. Aprovechando que los niños tienen doble de extraescolares voy a verla de nuevo.
-Mamá, ¿has visto que se vende la frutería de Antonio?
– Eso iba a decirte hijo, se me olvidó esta mañana. ¡Y parece que fue ayer cuando Antonio llegó! Todo está muriendo en este barrio. Fíjate, el pobre, qué pronto lo ha recogido Dios. ¿Hablas aún con su hijo?
La casa de mis padres es una máquina del tiempo con la dirección al futuro estropeada. Es fácil recordar. Antonio llegó al barrio cuando yo tenía cinco años, gafas y pocos amigos. Venía con Maruja, su señora, que siempre olía a puchero, Margarita su hija de quince años de piel de melocotón y las primeros pechos que me impresionaron. Apuntaban a las estrellas, con el tamaño de una ciruela amarilla y la turgencia de un plátano verde, lo sé de buena tinta. Y su hijo, Anselmo, de seis años recién cumplidos y mi hermano de sangre hasta que la vida nos separó.
– No, mamá, Anselmo se fue a vivir a Bélgica y no sé nada de él desde hace años. Lo he buscado por Facebook. Es una cosa que hay en los ordenadores, mamá. Puedes buscar gente a la que conocías antes.
– ¿Se puede encontrar gente del pasado? ¿Y qué encuentras si ya no están aquí? Cosas raras de jóvenes… Me acuerdo de cómo lo conociste. Me acompañaste un sábado a comprar verdura y de detrás de Maruja asomó un niño más bajito que tú y con cara de ángel. Antes de que hubiera pagado ya andabais cogiendo pegatinas de las frutas y arrancando los cabos a las peras que tenían la punta encerada de rojo. A partir de ese día sabía dónde encontrarte si no te veía en la plaza.
La lucidez de mi madre me asusta y me excita a partes iguales.
– Mamá, y ¿recuerdas al perro que cuidábamos?
Un día andando por la plaza encontramos a un perro negro. Nos siguió durante tres días hasta que decidimos que merecía ser adoptado. Lo bautizamos. Nos colamos en el almacén y, cuando Antonio no miraba, sacamos cajas y todo lo que nos hizo falta para construirle un buen chozo en la plaza de la iglesia. Recaudamos dinero por los portales, lo vacunamos y salvamos de la perrera tres veces. Al final se lo llevó el portero del cole para que le hiciera compañía.
Poco después, Anselmo y yo nos hicimos hermanos de sangre. Apoyamos la mano en un papel de estraza en el almacén y con un cuchillo que su padre usaba para abrir los cartones de huevos, nos abrimos un corte en el dedo pulgar. Inventamos un juramento que aún puedo repetir sin que le falte una coma y que rompimos en cuanto se cruzaron las primeras chicas.
Los miércoles se recibía pedido en la frutería. Para mí, día grande. Los palés que dejaban en la calle de atrás me servían para construir un escalón que me permitiera espiar a Margarita. ¡Oh, Margarita! ¡Se quitaba con tanto esmero el uniforme! ¡Se ponía con tanto erotismo el mandil! Creo que sabía que mis ojos de fuego la devoraban desde la ventanita del baño. Y mejor lo hacía.
El almacén era nuestro santuario. Anselmo y yo teníamos escondites donde guardar desde muñecos secuestrados, insignias de coches robadas con un destornillador, hasta exámenes que no debían ver nuestros padres. A partir de lo trece los juguetes se cambiaron por los primeros cigarrillos e Interviú. A los catorce, cuando más lo necesitamos, las madres del barrio montaron un taller de costura.
Ese fue el principio del declive… Margarita se echó novio, Anselmo se apuntó al futbol, yo me encerré en mis libros y dejé de frecuentar tanto la frutería.
– ¿Te acuerdas, mamá? MAMÁ, MAMÁ…
De pronto me veo moviéndome rápido como un león en una jaula, cogiendo el teléfono y llamando a emergencias, gritando a mis vecinos para que me ayuden a traerla de vuelta. Vuelvo a la realidad cuando el médico me está repitiendo: “Ha fallecido, ¿lo entiende?”
Bajo apresuradamente la escalera y anoto el teléfono en mi mano izquierda. Hoy, desde el mostrador de mi frutería, observo como el camión de mudanza hace desembarco de nueva familia en casa. Salgo a la puerta y me apoyo en el quicio. Nuevas voces, ruidos, muebles, olores… me alegra volver a ver alegría subiendo y bajando por la escalera. Que ellos repueblen de vida nueva y yo seguiré alimentando mis recuerdos de infancia desde aquí enfrente.
Por Gema MO.
Ufffff, se me han puesto los pelos de punta. Me ha encantado
Cuantas cosas se cuentan en ese relato.
Me ha encantado!
Me ha encantado, me ha trasladado a otros tiempos uno más lejanos y otros tristemente cercanos. ¡Enhorabuena!
Ha conseguido trasladarme atrás y adelante hasta emocionarme
Gracias!!!!
Gema escribes poco, necesito MÁS!!!!
Gracias Maes!!!