– Entonces, ¿por qué estás conmigo y dejas que te abrace?
– Porque me lo estoy pasando muy bien. Eres muy gracioso. Hay que reconocer que te lo estás trabajando mucho.
– Sólo un beso. Noche de verano, el rumor de las olas, lejos de las cosas que nos rodean el resto del año. Libres para experimentar cosas nuevas, para conocer gente nueva. Libres del qué dirán. Libres de cruzarnos el lunes en el instituto a alguien que hayamos conocido el fin de semana. Libres de que nos vea una vecina o el hermano mayor de una amiga.
– A ti a palique no te gana nadie, ¿verdad?
– No es palique. Palique se define como conversación intrascendente. Trato, lo confieso, de que este momento no sea intrascendente. Espero conseguir que esta noche sea un momento que merezca ser recordado con cariño en el futuro. Digno de ser contado a nuestros amigos más íntimos. Capaz, quizás, de ser idealizado en esos días en que todo nos sale mal o en las noches en las que nos aburramos el próximo verano. Yo sólo le veo ventajas a ese beso.
– Claro, tú qué vas a ver –dijo riendo la chica mientras alisaba la falda de su vestido blanco de verano.
– Soy un tío sincero. En cuanto te vi en la terraza me dejaste prendado. Y me dije: tengo que conocer a esa morena como sea.
– Querrás decir: tengo que conocer a cualquier cosa con falda como sea.
– No te creas, hay muchas con pantalones que tampoco descarto.
Los dos rieron y luego se quedaron callados, sentados en el murete del paseo marítimo, acariciados por la brisa que traía rumor y sal.
– No te hagas ilusiones, ¿eh?
– La vida es ilusión y realidad, pero la primera siempre debe ir por delante de la segunda.
– ¿Crees que me vas a besar?
– ¿Hay alguna forma de lograrlo?
– No.
De nuevo rieron los dos y la risa del chico parecía sincera.
– Bueno, mira, vamos a hacer un trato. Tú me pides algo o me pones una prueba y, si lo logro, me das el beso. Lo peor que puede pasar es que no logre la prueba porque, en confianza, beso de miedo.
– ¡Qué gracioso!
– A ver, pídeme algo.
– Llévame a la Luna.
– Nunca me habían dicho un no tan rotundo.
Ambos se quedaron contemplando la hermosa Luna menguante rielando sobre el mar. Con su hemisferio superior iluminado, parecía una gigantesca medusa galáctica flotando en el espacio.
– Si pudiese hacerlo, todavía nos quedaría un problema que solventar: en la Luna la gente se muere.
– Eso dicen, pero ¿no te encantaría ver la Tierra desde el espacio? ¿Ver los millones de constelaciones brillando? ¿Coger un puñado de polvo lunar? ¿Pisar ese paisaje extraño y desolado?
– Como a todos, supongo.
El chico tomó las manos de ella y se acercó tanto que sus frentes casi se tocaban.
– ¿Estás preparada?
– ¿Para ir a la Luna sin traje espacial? Claro que sí. Y para ver con qué broma sales del paso, también.
– Sin bromas. Sin trampa. Sin cartón. Cierra los ojos.
El joven se situó detrás de la chica sin soltarla de las manos. Se las alzó despacio y, en vez de taparle los ojos como ella sospechaba, las puso sobre sus orejas presionándolas firmemente.
– Cierra los ojos –le oyó volver a repetir débilmente a través de sus oídos entaponados.
La chica, deseosa de creer en la magia de las noches de verano, lo hizo.
El ruido de los motores de los vehículos que circulaban, las risas y voces de las puertas de los bares y el rumor de las olas del mar; todos los sonidos cesaron de repente y ningún otro sonido ocupó su lugar. El olor a salitre del mar desapareció de sus fosas nasales y la brisa estival dejó de mover su cabello.
La joven abrió los ojos lentamente y se encontró con un paisaje en banco y negro, como el de una película antigua. El cielo, negro absoluto, estaba salpicado de infinitos puntos de luz que no parpadeaban y en ese momento supo que nunca había visto nada tan bello. Delante de ella se abría la grisácea llanura de Palus Putredinis. Una sinuosa y negra serpiente de kilómetros de largo, la rima Hadley, fortificaba la llanura como si fuese una trinchera de la Primera Guerra Mundial. A su espalda los cuatro mil quinientos metros de altura del Mons Hadley los protegía del sol de la mañana. Las colinas, las planicies, las grietas y las rocas pasaban del plata de los picos iluminados por el sol al negro de las sombras. Todo lo demás era una interminable colección de grises, muchos de ellos, todavía sin nombre.
Ella sintió un dolor agudo en la cabeza, intentó gritar pero el aire que expulsó de sus pulmones se disipó demasiado rápido como para transportar sonido alguno.
Boqueó en el vacío del espacio y se giró hacia el joven sin atreverse a soltar sus manos de los oídos. Él le sonrió. Se agachó para coger un trozo de roca y arena del suelo y se los echó al bolsillo del pantalón.
Se acercó a ella y, con un beso, la salvó.
Por Thalcave.