«No te fíes de los rusos»: la frase de cabecera de mi abuelo, un anciano apolillado, medio amargado y medio melancólico, veterano de la División Azul. «No te fíes de los rusos»; era decir esto y los que estábamos alrededor resoplábamos y mirábamos al techo. O sonreíamos por lo bajo. Con todo, nunca me lo he tomando como una advertencia o un consejo, solo como una trillada frase de un viejo reeducado en un gulag.
«No te fíes de los rusos» vuelve a mi cabeza por culpa de una chica que lleva días sentándose a mi lado en algunas clases. También se sienta en una mesa cercana en el bar. Y, por supuesto, la chica es rusa.
Podría decir aquí y ahora que todo esto es culpa de mis amigos. Claro, yo casi no tengo nada que ver. «Joder, si parece de porcelana», dice David. «Y tan rubia toda ella… ¿será auténtica?», dice Marc. Y Jordi añade: «Te la tienes que ligar». Entonces Marc matiza: «Mejor intenta tirártela». David dice: «Y nos lo cuentas». «Por favor», pide Jordi. Ni les respondo. Y es que no me dejan, en serio. Para cuando quiero replicarles uno de ellos dice: «Tengo novia»; otro dice: «Yo es que intento ligarme a Sandra». Y el otro: «Tengo una tesis que terminar».
Mi abuelo hubiera dicho que la rusa es una chica preciosa, y que de rusas preciosas estaba lleno el Ejército Rojo. Y que le jodieron a base de bien. «No te fíes de los rusos». Pero no: Lina, la preciosa chica rusa de la facultad, no tiene pinta de ser el Ejército Rojo. Hasta puede que mis amigos sean sinceros en sus palabras; que quieran alentarme, empujarme a la épica sexual. Todo tiene pinta de ser perfecto y genial.
Cierto que corro un riesgo, que la cosa puede torcerse, salir mal y terminar con un fracaso tremendo. Todas esas historias locas, todos esos relatos sobre catástrofes sexuales… Lo que piensas en un momento así es que eso a ti no puede ocurrirte, claro que no. Hasta que te ocurre. Y conoces bastantes relatos escalofriantes de colegas, sobre lo que prometían ser polvos de leyenda y terminan siendo pesadillas espeluznantes. Sabes todo esto.
No es culpa de nadie que no prestes la debida atención. Solo tuya.
Las clases de educación sexual del instituto no preparan para todo, pero ni de coña caes en esto cuando una chica rusa preciosa está desnuda encima de ti y lo estás pasando en grande. Cuando esta chica te hace una caidita de ojos y pregunta en un tono medio inocente, medio fiera sexual, si quieres probar el sexo anal… Bueno, los tíos solemos pensar solo en un sentido. Y en un momento así, cuando la chica está sentada en pelotas encima y tu polla está dentro de ella… «No te fíes de los rusos» no es en lo que piensas.
En este preciso momento, no.
Mientras sonríes idiotizado y lujurioso ella alarga el brazo y busca algo por debajo de la almohada; alza la mano y ante tus ojos ves un pañuelo de seda. Rojo. Y con nudos en un extremo. No entiendes nada, pero haces ver que controlas. Que no decaiga la fiesta. Y puede que la fiesta no decaiga, pero sí tu ánimo cuando notas sus dedos y el tacto de la seda rondando por el agujero de tu culo. Entonces también decae tu polla. Y ella dice: «Relájate; déjate hacer que te gustará». A esto se le llama robar la frase, cuando alguien va y dice lo que tú tenías planeado decir.
Ahora sí; ahora recuerdas lo de «No te fíes de los rusos».
Según ciertas páginas web un tío puede «tener un orgasmo explosivo» si se le estimula la próstata. Que será «el orgasmo de tu vida». En la práctica, y por más que solo sea un pañuelo, es una cosa distinta. No es este el punto álgido del polvo que esperabas, pero metido en faena no quedan más opciones que tener la mente abierta. Bueno, y el ojo del culo también.
Inspira, espira. «Relájate y disfruta». Así que piensas en amaneceres en la playa, en puestas de sol en la montaña, en el trino de los pájaros y el agitarse de las flores al son del viento. Todo para no sentir el pañuelo entrando en el culo, mientras la rusa preciosa sostiene tu polla desinchada y cierra los labios en el capullo. «No te fíes de los rusos»; sí, abuelo, sí.
La cosa es que lo del pañuelo marcha, y tan bien marcha que no tardas en sentir como tus abdominales se tensan, a punto para alcanzar el orgasmo y correrte. Empiezas a notar el lefazo subir por el tronco de tu polla; y la rusa también debe notarlo, ya que justo cuando tus soldaditos blancos están a punto de salir disparados y aterrizar sobre su pelo, cara y pechos y por todas partes, es en ese momento cúspide cuando la preciosa rusa desnuda saca el pañuelo de un tirón.
Tan fuerte es el tirón que no puedes no sentir todos y cada uno de los nudos. Lo que entonces te preocupa es saber si te sangra el culo o te han salido los intestinos.
Pero esta preocupación dura un solo instante.
Algo que los cientos de webs sobre estimulación prostática no se molestan en decir es lo relativo a los efectos secundarios. Uno de ellos es que te cagues encima. Literalmente. En este caso concreto que te cagues también encima de la rusa preciosa. Te hablan de «el orgasmo de tu vida», pero se callan que tras la explosión de semen puede venir la explosión de mierda.
«No te fíes de los rusos». Ahora lo veo. Ahora lo entiendo. También comprendo lo de «actividad de riesgo». Todo esto pasa por mi cabeza, mientras en la ducha me froto como puedo y retengo el vómito a pesar de las continuas arcadas.
No, no es este el final de la velada que esperaba; no es algo de lo que luego vaya a presumir delante de los colegas.
«No te fíes de los rusos»: la sabiduría de mi abuelo; mi puta ignorancia.
Por Roger Mesegué.
Y ese tipo de rusas ¿por qué facultades andan?