Nada de esto habría ocurrido si alguien no se hubiera olvidado un sucio periódico en el tren. Aldo lo cogió. Era el único que sabía algo de ruso. Solo él podía leer, aun con dificultad, la noticia: un grupo de geógrafos había descubierto una nueva cumbre; un extraño montículo, situado en algún lugar de la frontera con Georgia, que, por alguna misteriosa razón, había permanecido oculto desde tiempo inmemorial. El editorial no daba crédito. Siglos de expediciones, alpinistas, cartógrafos; decenios de satélites y tecnología, y nadie había reparado en esa montaña.
Era invierno. Volvíamos de hacer lo que nos gustaba, que no era otra cosa que jugarnos la vida; apostar a la ruleta rusa con nuestro propio pellejo saltando por desniveles de cientos de metros. Caíamos al vacío y esquivábamos riscos, vértices, escollos de roca; terraplenes de hielo y piedra en los que un error de milésimas podía significar no volver a ver la luz del día: derramar nuestra sangre en la ladera nevada, teñir de rojo la blanca nieve como si se tratara de un sacrificio ancestral. La adrenalina era nuestro dios. Venerábamos el peligro como los antiguos humanos veneraban sus arcaicos dioses, deformes criaturas salidas del interior de la tierra sedientas de muerte, venganza y sufrimiento. Cuando leímos la noticia, no nos lo pensamos. Saltamos en la siguiente estación y cogimos el primer tren de vuelta a Kislovodsk. Desde allí no había más de doscientos kilómetros a Morkovskay, la pequeña localidad que indicaba el rotativo. Aun así, nos costó encontrar un transporte. Nadie entendía que unos locos europeos quisieran ir hasta ese sitio. «Allí no hay nada», nos decían; «es un poblado perdido en el bosque, tan antiguo que ni siquiera hablan ruso, no hay nada que os interese». No nos comprendían. Para nosotros era la oportunidad: ser los primeros en esquiar salvajemente en la última cumbre inexplorada y desconocida por el hombre.
El tipo de la camioneta era de lo más raro. Al parecer, venía de ese pueblo y, efectivamente, tenía un ruso arcaico y deformado que a Aldo le costaba descifrar. Comerciaba con una especie de salchicha que olía a pellejo quemado y que, nos contaron, era el único producto de esa remota zona. Después de invitarle a dos botellas de vodka, que se bebió casi enteras en apenas media hora, conseguimos que entendiera cuál era nuestro objetivo; cuando lo comprendió, hizo con el rostro una mueca deforme que bien podía ser de alegría o de miedo y que, sin saber por qué, nos llenó de inquietud. El viaje duró más de lo que pensábamos; casi seis horas por caminos de tierra que atravesaban un bosque oscuro y húmedo. Hacía un frío que congelaba el alma. En lo que duró el trayecto, el tipo no habló; no nos dijo nada, ni una sola palabra. Cuando llegamos era noche cerrada, pero aun así los dueños de la posada, el único lugar en el que dormir en el pueblo, nos estaban esperando en la puerta. En ningún momento habíamos visto a nuestro conductor llamar por teléfono o escribir un mensaje. Estábamos tan cansados que no le dimos importancia. Nos acomodaron en una habitación para cada uno, de camastros viejos y polvorientos que rechinaban al moverse.
Cuando despertamos era media tarde. Nos pareció extraño; éramos personas madrugadoras, condición indispensable para ser los primeros en llegar a la montaña y aprovechar la luz del día, pero tampoco nos importó demasiado; el día anterior había sido largo, y el viaje hasta este sitio, extenuante. Mientras comíamos, veíamos allá a lo lejos ese insólito pico nevado que debía significar nuestra nueva aventura. Aldo intentó entablar conversación y preguntar por él, pero los pocos parroquianos o no lo entendieron o, sencillamente, lo ignoraron. Después de lo que ocurrió, me inclino a pensar lo segundo. Hicimos planes para partir a la mañana siguiente y nos conjuramos para vivir una nueva aventura viendo el sol ponerse en la misteriosa montaña.
La primera en desaparecer fue Martha. No bajó a desayunar a la hora que habíamos establecido, y cuando entramos en su cuarto lo encontramos vacío. Preguntamos a los posaderos, pero ellos se encogieron de hombros, señalándonos unas huellas en la nieve que se dirigían directas a aquel montículo. No tenía sentido. Éramos un grupo muy unido. No podíamos creer que nuestra compañera hubiera decidido ir hasta allí ella sola. Además, una fuerte ventisca hacía imposible la caminata. Martha era una montañera experta, y una esquiadora excelente. En la vida se le habría ocurrido semejante locura. El anochecer nos pilló preguntándonos si debíamos acudir a las autoridades locales. Creo que fui el único en tener la impresión de que la misteriosa montaña parecía estar más cerca que el día de antes.
El siguiente fue Aldo. Eso nos dejaba sin nuestro único intérprete. De nuevo, la habitación vacía y, de nuevo, huellas en la nieve. Los demás nos pusimos nerviosos. No podíamos comunicarnos con la gente del pueblo; además de no entender el idioma, parecían no salir de sus casas. En cuanto a los posaderos, y a pesar de nuestra inquietud y de nuestros aspavientos intentando que nos entendieran, seguían su rutina de siempre, consistente en limpiar, cocinar y en servir a una docena de clientes que ocupaban siempre los mismos asientos y bebían en completo silencio. Intentamos encontrar al tipo que nos llevó hasta allí, pero no estaba. No existía, no lo conocían. La tierra se lo había tragado.
Esa noche dormimos los tres juntos; metimos nuestros tres camastros en mi habitación sin que nadie nos viera. Estábamos nerviosos; sin duda, había algo en ese sitio que no entendíamos y que nos llenaba de congoja. Decidimos que íbamos a hacer turnos, a modo de vigilancia; yo fui el primero y, de nuevo, mientras el sol se sumergía en la montaña, me parecía que se encontraba más cerca que nunca, que podía alargar la mano y tocarla. A media noche Ángela me dio el relevo, y tras ella fue el turno de Peter. Al día siguiente no estaba. Aquello no podía estar pasando. Creíamos que nos tomaban el pelo. Pensamos que era una especie de broma; una siniestra burla con quién sabe qué propósitos. Miramos los techos por si había cámaras ocultas. Dimos un paseo por el pueblo en busca de algún indicio; cuando la tormenta de nieve sacudió los árboles y nos dimos cuenta de que no había escapatoria, que nadie en su sano juicio se atrevería a salir de sus moradas, volvimos a la posada y nos encerramos en la habitación. Temblábamos; no solo por el desasosiego, sino por las pastillas que ingerimos y que nos ayudaban a mantenernos despiertos cuando lo necesitábamos. Esa noche debíamos permanecer alerta.
No fueron más de dos minutos. Diablos, si fue así de poco. Cuando miré el reloj era media noche, y cuando volví a mirarlo, exactamente a las doce y dos, Ángela no estaba. Me despertó un misterioso ruido, como de unas voces que canturreaban una melodía gutural y tétrica. La habitación no estaba a oscuras; la luz de la luna, una luna enorme y amarilla, se filtraba por la ventana y dejaba ver aquella montaña, esta vez decididamente más cerca que nunca. Me levanté. Me asomé al exterior. Tuve que taparme la boca con las manos para ahogar un grito: una fila de luces, tenues y tintineantes, se dirigían en fila india por el camino nevado en el que todos estos días había huellas. Su destino parecía ser aquel montículo.
Entonces fue cuando me di cuenta. Aquel pico blanco y nevado no podía ser una montaña. No, no lo era, puesto que se movía: crecía y menguaba, en una oscilación constante y fluida; como si fuera el corazón durmiente de un monstruo; o como si respirara, y a cada contracción salía un vapor viscoso, gris y sucio, y a cada expansión parecía que un pedazo de cielo se metiera en sus mismas entrañas. No sé cuánto tiempo estuve mirando; en cualquier caso, el suficiente para que aquellas luces se perdieran en la espesura del bosque: cuando me desmayé, había dejado de verlas.
Desperté hace un rato. Sin embargo, no me muevo. No sé dónde estoy. A través de mis párpados cerrados vislumbro una claridad que va y viene, como de velas que se mueven con la brisa. Oigo voces; de hecho, una de ellas me parece que es Aldo, aunque su ruso es tan nítido, tan de verdad, tan sin acento, que dudo si será él. Lo que tengo claro es que aquí hay algo; muy cerca, una cosa respira; un algo enorme que resuena cavernosamente y que me produce pánico, horror, y no sé si abrir los ojos…
Por Ignacio Moreno Flores.
Wow, el texto me ha mantenido con la intriga de principio a fin, quiero más!
Lo has vuelto a hacer, me has dejado pegada al texto. Intriga, ritmo y muy bien escrito.
Una petición: haz que el personaje abra los ojos y continua la historia!