La pobreza siempre estaba alrededor. Su presencia se extendía sobre todo; de sus brazos, como si de un árbol se tratara, nacía la tristeza, trepaba la suciedad, crecía el miedo, se congestionaba el corazón, las ojeras se hacían oscuras bolsas de llanto, se paraba el tiempo. Y lo peor era que no se iba.
A veces, papá venía con unas pocas monedas en los bolsillos, que nos dibujaban un gesto muy parecido a la sonrisa, pero pronto desaparecían, ella alargaba rápida las manos y se llevaba todo cuanto teníamos.
Confieso que me quedaba como mi madre, hecha un trapo en una esquina de la sala sin luz, la misma donde dormíamos mi hermano y yo, sobre un colchón infecto. Me quedaba allí a esperar que las horas de luz se oscurecieran sobre la pared y el hambre no me apretara antes que el sueño. Mi madre, la pobre, nos ponía unas sábanas, dos cojines y unas cuantas capas de peso, tomaba de aquí y de allí, restos de telas, y nos cubría el cuerpo; la pobre de mi madre siempre suspiraba, luego nos daba un beso seco en la frente y se iba al cuarto con el hombre que le hizo todo lo que ahora padecía. Muchas veces la escuché decir que lo había dejado todo por él, que los sueños de hacía quince años los había tirado a la basura, y que ahora de la misma basura tenía que tomar lo que sus hijos se llevaban a la boca. «Que el amor lo destruye todo», me decía. «De ti me quedé preñada con veintidós años, me salía la vida por los ojos, la garganta se me llenaba de canciones, de promesas, y es que siempre me andaban las palabras tropezando en la lengua. Y se me callaron todas. Todas. Así, de golpe. Tú ya naciste con el dragón en el pecho.» A mí me daba la risa cuando decía eso. «No te rías, hija. El dragón está en tu pecho. Cuando te agarra la tos, se te va yendo la vida y no puedo salir de la mía para dártela. Que sí, María. Y este frío y este hielo en el aire te hacen tanto daño». Así era. Si me apretaba la tos en el pecho, se me salían los ojos de las cuencas de tanto como quería sacar y no sacaba, entonces, ella, mi madre, la santa de mi madre, me tapaba con sus besos, me cubría con un pañito caliente la espalda, aliviaba mi virulencia y seguía con su retahíla. «Sí, hija. Eso es lo que pasa cuando a una se le ciegan los ojos por otro. ¡Ay, qué tonta! Luego llegó tu hermano, cómo llegan los meses del año, que no te das ni cuenta, porque no he llevado la cuenta de nada en mi vida y así me ha ido. Cuando tenía tu edad, iba a la escuela, ¿sabes?, me encantaban las matemáticas, las igualdades y, sobre todo, las incógnitas. A eso lo llamaban ecuaciones. A mí me salían a la primera. Mi padre también tuvo mucho que ver en eso. A él le sorbían los sesos los números. “En los números está todo, Carmelita”, me decía. “Tu vida se puede descifrar en los números. Busca la igualdad, que ya tendrás tiempo para resolver enigmas.”»
En cambio, para mí la incógnita era mi padre. Salía dos o tres veces a la semana, muy de mañana, sigiloso, casi de puntillas. Me di cuenta porque al regresar, esos días, su cara se le ahuecaba, la boca se le hundía en el silencio y lo apartaba mas si cabe de nosotros.
Por eso, un día lo seguí. En cuanto lo vi ponerse el abrigo, abotonarse los zapatos rotos, peinarse los cuatro pelos mugrientos en la calva, me hice la dormida y me eché a la calle, por curiosidad y por el extraño sedimento que dejaba en mí verlo marchar. Algo me empujaba a hacerlo. Fue silbando todo el camino, tenía una sensación de pena y de risa a la vez, verlo mirando el suelo, supe que buscando colillas, con los pies levemente torcidos, la chepa cada vez más pronunciada, el rastro rancio de su olor. Recorrió calles nuevas para mí, zigzagueó, me pareció que no sabía a dónde iba, pero sí, sí que lo sabía, finalmente, en unos quince minutos de marcha, fue a dar con el muelle. Aquel sitio apenas lo conocía. Me sentí mal. Y tuve la duda de echar pasos atrás y no saber. Sin embargo, me quedé agarrada al suelo como si de mí brotaran cientos de raíces con apremio. Al otro lado de la gran explanada lo esperaba un señor alto y bien vestido. Mi padre se fue acercando despacio; cuando lo tuvo cerca lo escuché toser, volteó la cabeza dos veces, que por suerte en las sombras del amanecer no me delataron, y después de un cruce de monosílabos, mi padre se agacho, hincó sus rodillas en el suelo; el otro, entonces, se apresuró a bajarse el pantalón y a sacar eso… para…, ¿de verdad? ¿cerrarle la boca? No supe mirar más, los ojos sin yo querer, se me habían nublado con una llorera espesa. Entendía y no quería entender. Y allí, clavada, la frase me chillaba dentro, «ya tendrás tiempo de resolver, ya tendrás tiempo de resolver».
Por Marissa Greco Sanabria.