Continué por el cauce del río desoyendo las indicaciones de los lugareños –no les daría el placer de ver a un forastero indefenso extraviarse en sus tierras-. Sobre el mediodía alcancé la cima, pero las nubes volaban bajas y no pude predecir de cuánto tiempo disponía. La cabaña del pastor no tenía ventanas y la puerta estaba atrancada. No tuve que llamar. Lo había imaginado así, pero no por ello dejó de sorprenderme su aspecto –ahora era mi corazón dando un vuelco el que desoía mis indicaciones-. Era una sombra con la barba espesa y mugrienta y una ingrata pelliza sobre los hombros. Antes de presentarme me quité la gorra. Nunca sabe uno cuándo está hablando con un rey. Con lentos movimientos me invitó a acomodarme en un taburete de ordeñar, momento que aproveché para dejar caer mi zurrón de manera que se viera el lomo del libro Manifiesto de la orquídea salvaje. Sus ojos estaban tan hundidos como los cadáveres que habían arrojado al pantano, pero supe que no había pasado por alto el detalle. Me presenté como amigo de Austreberto González, un muchacho del sur escapado a los montes hacía unos meses. El desgraciado de Austreberto había sido detenido y procesado de forma sumaria la noche anterior, así que nadie podría comprobar mi coartada. Dije que sus padres lloraban, pero que estaban orgullosos. Dije que quería seguir sus pasos. Habló despacio y seco, sin disimular gruñidos; me dijo que era pastor y que no conocía más que a sus ovejas. Y me ofreció un café en el pobre hogar que prendió con un fósforo que le presté –ni siquiera tenía fósforos en la cabaña-. Sus manos no mostraban marcas de tinta, sino las grietas de haber pasado la noche al raso. Tampoco vi en la habitación papel o plumilla -aunque aquello habría sido un error impropio-. La voz era escasa, inconstante; no en vano, era un poeta sin recitales. Pero un poeta que con sus versos mantenía alta la moral de los rebeldes, cuyos sonetos se repetían en los pasquines y se grababan en la tapia de los cementerios. Incluso se rezaban para combatir el frío y para olvidar el hambre. Al final, esa tinta lograba transmutarse en fuego enemigo. Era algo que mis superiores no alcanzaban a comprender; hombres que se habían abierto paso gracias a su brutalidad, a su capacidad para encañonar, forzar o violar en la campaña -sin duda serían los elegidos para dirigir la nueva nación-. Por eso la mente de un artista se les escapaba una y otra vez. Por eso habían recurrido a mí.
Le había seguido la pista desde el sur y finalmente tenía la seguridad de que me encontraba ante él. No sabía si él sospecharía de mi existencia. Después de todo, o somos avaricia o somos vanidad, y yo no tenía un ápice de vanagloria. Supuse que un poeta tendría que ser mi buen contrario. En ese minúsculo instante de envanecimiento, que para un poeta podría suponer la obra de una vida, estaba mi única oportunidad de desenmascararlo. No iba a consentir eliminarlo si no era capaz de descubrir su identidad, -era lo único que me distanciaba de la brutalidad de mis superiores.
Sorbimos el café hirviendo sin mirarnos. Él debía de tener el paladar encallecido. Se decía que un buen pastor no hace preguntas, y si las hace, es que ya estamos rodeados de lobos. Así se comportaba él, completamente desaliñado en su forma de vivir y también en el lenguaje. Me atreví a sacar una foto de Austreberto –no tuvo ningún gesto de reconocimiento- e improvisé unos recuerdos de escuela, citando algunos de los versos menos populares del Manifiesto de la orquídea salvaje, aquellos que sólo el autor podría reconocer -como el del cantar puro de la cantera la copla de la revolución, que del llanto nace verdadera-, pero no pareció apercibirse de ello. Su barba pesaba como cien años de penas y detrás de los ojos sólo había cántaros quebrados. No veía en aquel pastor al artista, al estudiante que había destacado en Oxford, al hombre que empuñaba con valentía la pluma junto a los que encañonaban con fusiles. Era imposible que un talento tan grande se pudiera esconder de aquella manera. De repente mi misión había perdido su sentido. Dudaba de cómo había llegado hasta allí, y bajo aquella nueva luz la mayoría de mis pesquisas resultaban muy poco sólidas. Me levanté con el temblor propio de los cobardes, disculpándome ante aquel frágil hombre, di las buenas tardes y salí corriendo por el sendero abajo, sin detenerme.
Llegaba al comienzo de la bajada, junto a un resbaladero flanqueado de olmos, cuando en un recodo se me presentó como señal una silueta poco frecuente. Una flor que sobresalía de la aspereza, una orquídea enferma y vacilante, desgarrada a picotazos, tan poco frecuente en aquellas tierras: una belleza tan maltratada y a la vez tan hostil.
Le di una moneda al camarero para usar el teléfono. Alguien respondió del otro lado. Le pregunté por Teresa. Salí a la plaza donde jugaban unos niños. A uno de ellos, casi en un descuido, le regalé el libro que llevaba en el zurrón. Me miró con extrañeza y continuó con su juego. Si hubiera preguntado por Carlos y no por Teresa, aquella tarde no hubieran bombardeado la colina.
Por Davor Bohórquez.