Saturnino estruja la cara cuando alguien mienta la palabra chino. La estruja de igual manera que cuando dice: «No me gusta la arena de la playa».
—¿A cuánto tiene las naranjas? —Saturnino vive en un piso de cincuenta y tres metros cuadrados de un barrio plantado a dos autobuses y veinte minutos andando del ayuntamiento de la ciudad.
—Baratas, amigo, cincuenta céntimos el kilito, jugosas naranjas, buen género, amigo, de Palma del Río, aunque etiquetadas en Valencia, cosas de la modernidad.
Cuando Saturnino atendía al nombre de Nino apenas comía fruta.
Tigre destrozó los cojines del sofá hace un mes y, de vez en cuando, una pluma cruza el salón.
—Un poco caras, ¿no?
Debajo del piso de Saturnino está la frutería. Dicen que la mejor del barrio. En los anuncios de la tele, Saturnino deja a Tigre en el sofá, aparta el visillo y observa el trajín que se trae el frutero.
—Tengo también melocotones muy buenos. Murcianos.
—No, gracias, no me gusta la fruta recubierta de terciopelo —dice Saturnino echando una ojeada por encima del hombro del frutero.
«Come fruta o serás un enclenque durante toda la vida», decía su madre. «Come fruta o no te convertirás en un hombre», decía su padre.
El frutero se llama Li. Es la primera vez que Saturnino habla con Li. Li utiliza palabras como género y kilito, y al hacerlo Saturnino no esconde un gesto de asombro, igual que cuando ve a dos hombres cogidos de la mano.
Saturnino tiene en su frigorífico media lechuga, tres tomates, una botella de Coca-Cola, dos huevos, unos filetes para Tigre y una cuña de queso manchego.
—¿Kiwis de Motril?
—¿Fruta con pelos?
—Sandía de Los Palacios, recién cogida de la mata.
—Pipas. Me molesta escupir pipas.
—¡Fresón de Palos! Nadie dice no a un fresón de Palos.
—Usted no me conoce. ¿Sabe que una fresa tiene alrededor de doscientas semillas?
«¿Ni siquiera una naranja, Nino?», insistía la madre y bajaba una naranja hasta la altura de su nariz. «Me dan ganas de vomitar, la piel blanca me da ganas de vomitar, es amarga». La madre cabeceaba como un elefante viejo. «Sigue con tus ganas de vomitar y serás un tirillas toda la vida», concluía el padre y Nino se libraba otro almuerzo más de comer fruta.
Saturnino almuerza todos los días con Tigre. Después ven juntos un concurso sobre preguntas de cultura general.
—Melón, amigo, jugoso melón sin pipas —dice Li. Lleva quince años en el barrio (locutorio, restaurante, bazar, de nuevo restaurante, frutería). Solo se exalta cuando su hijo adolescente se niega a echarle una mano los sábados por la mañana. «¡Todos mis amigos duermen los sábados por la mañana!.»
—Las tiene arriba, una asquerosa masa pastosa. —Saturnino saca la lengua.
—Lo tengo… ¡Plátanos de Canarias! —Li corre a por un racimo y lo balancea como si fuera una trucha recién pescada. —Y si tiene motitas…
—Disculpe… ¿le parezco la mona Chita? —Saturnino atrapa una naranja, la sopesa con una mano, acaricia su piel y se la lleva a la nariz.
Saturnino jamás ha pisado la playa en sus cuarenta y tres años de vida. Quizá debería llevar a Tigre algún día.
Li suspira.
—¿Un kilo o dos, amigo?
En la frutería de Li cuelga un enorme póster de una verde colina llena de bancales de arroz. En la parte inferior izquierda del póster hay un rótulo de letras doradas. «Visita China.»
«¡El escorbuto! ¡El escorbuto vas a coger!», gritaba su madre.
—Como una buena naranja no hay nada —dice Saturnino, cincelando cada palabra como si nacieran para formar parte de la frase más importante del día.
El día que Nino robó la primera naranja a su madre, había llegado del colegio especialmente contento. Era viernes, uno de esos en el que el lunes se localiza al otro lado del océano.
La madre lo esperaba en la puerta de casa mientras chismorreaba con la vecina María.
Nino no notó nada especial al dar el beso de rigor.
Era viernes y, además, Nino tenía hambre. Los viernes daban hambre, los domingos por la tarde, tristeza.
Entonces entró en la cocina y la vio allí.
Una naranja solitaria, desprotegida, perfectamente mondada, libre de esa especie de camiseta interior tan amarga, colocada sobre un plato, como una reinona sobre una parihuela, a la espera de que sus lacayos la transporten de la alcoba al salón de recepciones.
Era una naranja preciosa.
La madre y su vecina continuaban con el chismorreo. El ritmo de la conversación daba a entender que quedaba carrete.
Nino estaba seguro de que nunca cogería el escorbuto. No conocía a nadie con escorbuto; con tuberculosis sí, pero escorbuto no. Nunca le sucedería lo mismo que a aquellos intrépidos pero malnutridos marinos de los libros de Historia que circunnavegaban el mundo. Por si acaso, Nino le echaba un vistazo a las encías todos los días en el espejo del baño.
Sin embargo, aquel viernes, se topó con la naranja y la rebeldía se alió con la tentación.
Nino se abalanzó sobre la fruta y la engulló sin miramientos. Aún colgaban los libros y los cuadernos de su espalda mientras masticaba y tragaba sin apartar la mirada de la puerta de la cocina.
Nino sabía que aquella preciosidad no era cualquier naranja: era la naranja de su madre. Su madre, tan propensa a engordar, tan estricta en su régimen calórico, con solo el descanso del bizcocho dominical, tenía por norma culminar los almuerzos con una naranja.
Por alguna razón su madre había decidido dejar la naranja preparada.
Nino sonreía mientras el jugo caía por su mentón, quería evitar la risa, pero era complicado.
Cuando entró la madre, Nino aún se refregaba la boca con la manga de su camisa.
Nino le señaló el plato vacío en un gesto desafiante.
El tío Manolo había reunido a sus amigachos la noche antes de la boda de su madre para entrar en la cochera de la celebración y acabar con toda la comida. Ese episodio se recordaba en reuniones familiares, siempre que ni su madre ni el tío Manolo estuvieran presentes.
El tío Manolo era legionario y tenía tatuajes.
—¿Te has comido mi naranja? —La madre frunció el ceño—. No lo vuelvas a hacer. Lávate las manos para comer.
Nino se dirigió al baño entre carcajadas.
A partir de ese día, una bella naranja aparecía con cierta frecuencia en la encimera de la cocina.
La madre hacía tiempo en la puerta chismorreando con la vecina.
Por José Pedro García Parejo.
Bárbaro jota pe! Felicidades!