La culpa de que yo no folle la tienen mamá y el Cosmopolitan. Esa maldita manía de Madre de martillear mi cabeza desde niña con el tema de ser alguien en la vida. «Pero no como la Preysler, Palmira.» El Cosmopolitan también. Que si la importancia de la sinceridad en una pareja, que si la comunicación abierta, que si tu amante es tu mejor amigo, y toda esa basura. Ambos tienen la culpa de que este café sepa a neumático. De que mi garganta sea el Gobi. De que lleve casi un paquete de Marlboro antes de las diez de la mañana, sin importarme los dos pulmones, chamuscados como plátanos podridos, que aparecen en la cajetilla. De que los chupitos de Jameson jueguen al pinball dentro de mi cráneo. De la pantalla fracturada del móvil. De que sea incapaz de concentrarme en la belleza delicada de la iglesia de San Bartolomé y Santa Tecla, sólo a unos metros, que parece asomarse al mar, como una tierna casadera a la espera de su pescador. De que me vea incapaz de admirar el mar de esa manera poética que lo admiran las personas de interior como yo. De que parezca una mujer sin esperanzas sentada en una terraza. De que esté pasando mis vacaciones en Sitges, un pueblo de maricones y bolleras, como Irene, que no me sirve porque carece de pene, como tampoco me sirven las decenas de hombres musculados que balancean sus hombros delante de mí mientras caminan, porque ellos van buscando lo mismo que yo, una buena polla, porque fumar mata, pero más mata no follar. «Famosa como Marie Curie, Palmira.» Por eso soy catedrática en Medicina Bucal, una eminencia reconocida, por eso acumulo másteres, congresos, artículos, investigaciones y proyectos, por eso gano una pasta gansa, por eso soy un coquito de la Odontología, doña Palmira Valbuena, porque había que ser como Marie Curie, pero, a buen seguro que ella follaba el cuádruple que yo, y nunca estuvo deprimida por el temor de llegar a los cuarenta con la vagina como un pueblo fantasma de Arizona, con montones de matojos rodantes campando a sus anchas, con la pena de haber pasado de relaciones puntuales a relaciones imaginarias en un abrir y cerrar de ojos. ¿Por qué demonios no aparece alguien que me trabaje el conejo como Dios manda? Tengo un buen par de peras, aún apuntan al frente, ¿no es eso lo que le gusta a los tíos? «No acabes como la tía Cloti.» Claro que no, mamá, ¿cómo voy a querer terminar como la tía Cloti, la del pueblo? Eternamente sentada en el poyete de la puerta de su caserón, recomponiéndose el moño y alumbrando su mente con la débil llamita del cotidiano trajín de una calle. Lo intento, juro que lo intento: discotecas, agencias, Tinder, cursos de elaboración de sushi, lycras en el gimnasio, clubes de lecturas. Esa persona nunca aparece. Amor, sexo, ¿qué más da? Alguien que me escuche mirándome a los ojos y que me penetre un par de veces a la semana. Es una modesta petición. Ya soy alguien, pero no me desembarazo del miedo a ser una tía Cloti. Madre y el Cosmopolitan, culpables. No quiero terminar comprándome un caniche, no quiero terminar como la tía Cloti, la del pueblo, domando el deseo en cada cuenta del rosario, arrodillada frente a una escultura chorreante de sangre que ofrece una boca en posición de jadeo, y con unos abdominales jodidamente perfectos. No quiero terminar así, por Dios. No, Irene, no, le dije, no me van las rajas, y ella trepanándome la boca con su lengua de whisky. La última muesca del revólver ya tiene tres años, y cuando pienso en esos tres años, recuerdo eso del tempus fugit que estudiábamos en clase de literatura de bachillerato con aquel tipo de coderas en la chaqueta de pana al que hoy le daría encantada un meneo en condiciones. Hace tres años, con Adrián, a la séptima cita nos acostamos, sin dejar de pensar en pleno acto que aquel pene me podría durar al menos unas tres décadas más. Sin embargo, una catedrática de renombre también lee esas mierdas de revistas femeninas, donde pone que la sinceridad es la piedra angular de una relación saludable. Y, por eso, esa manía de soltar todo lo que fluye por mi cabeza. Nunca debí haber dicho cosas como: «Adrián, conozco un tratamiento para tu halitosis»; o «Adrián, con una simple licenciatura nunca llegarás a nada»; o «No me digas que no sabes lo que es el salafismo». Irene debe de saber que la sinceridad es una falacia. A los catedráticos tampoco les mola acostarse con catedráticas. A Irene, que también es catedrática, y que me impresionó con aquella presentación en el congreso donde nos conocimos, La repercusión social de la gingivitis, se la suda que yo sea catedrática. Un fastidio para mí que se pirre por amasarme los bajos, y que reciba mi patada reflejo, y que, antes del portazo de su dormitorio, trinque mi móvil y lo estampe contra la pared. «Sitges es el escenario ideal para nuestras vacas de chicas.» No sabía yo que eso implicaba hacer la tijerita. Irene es maquiavélica en cuanto a procurarse sus orgasmos, o eso parece, el fin justifica los medios. Si hay que pimplarse una botella de whisky, pues se la pimpla una. En busca de orgasmos sísmicos también yo realizo esfuerzos ímprobos por no abrumar a mis citas con grandes dilemas morales, tecnicismos, u oraciones largamente subordinadas. Mi pobre vagina grita: «¡Baja un par de escalones o nos convertiremos en tu tía Cloti!» Con los hombres de mi escalón también me veo obligada a bajarlos. Ni siquiera un catedrático quiere metérsela a la señora catedrática Palmira Valbuena. Cuestión de machismo, supongo, o que les pone más una de esas chicas que en cada frase que escupe inserta las palabras falda, rimmel y ganga. Esas chicas deberían dejar de leer el Cosmopolitan por su bien, pero, claro, corren el riesgo de dejar de follar. Aquí, en Sitges, todo el mundo se divierte. Quizás, Irene esté jodida ahora mismo, pero sólo hasta que caiga en la cuenta de que únicamente tiene que bajar a la calle para conseguir un chochito. Aquí huele a sexo en cada rincón. Palmira Valbuena, sin embargo, abandonará Sitges sin haber mojado, a no ser que reconsidere la opción Irene. He visto más botellas de Jameson en el mueble bar del apartamento. Esta Irene lo tenía todo planificado. «Los silencios van descomponiendo paulatinamente la confianza de una pareja», leí una vez en el Cosmopolitan y fui corriendo a mostrárselo a Adrián mientras terminaba de meter sus cosas en la maleta. «Tu éxito en la vida depende de tu trabajo y tu sacrificio», me recalcaba Madre. Sitges es un lugar magnífico para pasar unas vacaciones. Hay un mar precioso, un cielo limpio, miles de falos bajo las ropas con los que fantasear, y este café está asqueroso.
Por José Pedro García Parejo.