Armonizaban el paisaje delimitando con delicadeza su silueta. Desde lejos, desde la distancia que me imponían el respeto y la veneración que se debe a algunos objetos sagrados, contemplaba sus formas imaginando las vistas que del valle, hacia el sur, se admirarían desde la cima.
Nunca me propuse coronarlas, cubrirlas de besos. Guardaban en su interior un tesoro mágico que se me antojaba extraído de alguno de los hexámetros que, perdidos en la memoria del tiempo, algún día escribiera el rapsoda ciego. Lo imaginaba puro y virgen, rodeado de un halo profético que, en una lengua que aún no entendía, proclamaba que estaba destinado solo para mí.
Cuando llegué a la población que dormía a sus faldas pasé completamente desapercibido. Nadie vio en mí uno solo de los rasgos de aquellos que venían desde lejanas tierras a fanfarronear en la taberna, oculto ya el sol, del escaso tiempo que emplearían en la subida. De muchos no se volvía a tener noticia; entonces las mujeres, que convivían con la tragedia como si de un elemento más del paisaje se tratase, acudían a un imponente árbol yermo sin retoño y colgaban de sus ramas una nueva cinta de color.
Camuflado por la aparente indiferencia que me brindaban los lugareños, asistía con frecuencia, por la mañana, a ver salir el sol por entre sus cimas. A falta de habilidad con el carboncillo, inventaba palabras que se acercasen como dardos a una diana esquiva a lo que mis ojos contemplaban. Cuando hube reunido suficientes empecé a componer sus reglas de combinación y, al cabo de unos meses, usábamos para comunicarnos un lenguaje que sólo ellas y yo compartíamos.
Cuando comprendí que nada necesitaba para el viaje, vacié la mochila abandonando todo lo que algún día había sido y comencé la escalada. Situé el campamento base en un punto indeterminado de la cara sur, la que daba al valle, el sitio donde aprendimos a comunicarnos. Era tan dulce la ascensión que, a menudo, desandaba todo el avance de la jornada para disfrutarlo de nuevo al día siguiente y, como una nueva versión de Sísifo, me acostumbré a volver a mi fría cama cada noche, para quedarme dormido pensando cómo encararía la jornada que con tanto éxito ya había afrontado el día anterior.
Entonces comprendí a San Juan y leía frecuentemente sus poesías. Experimentaba cierto halo místico cuando, en sueños, me encontraba besando la cima y trascendía mis propios límites corpóreos. A la otra mañana, el idioma de los hombres me parecía un instrumento inútil y abyecto. Recurría, para calmar mi frustración, a la lengua que inventamos, donde para cada sensación inefable había un término concreto que ligaba el concepto a la imagen acústica, el significado al significante.
Pero un día me tuve que ir porque la vida me arrastró a su paso junto con todo el campamento base, y la gramática de nuestro lenguaje y nuestro diccionario aún incompleto. Recobré el conocimiento tan lejos que el ocaso apenas dibujaba las cimas en el horizonte. Fue en ese momento cuando comprendí que ya había entregado mi vida a la tarea de coronar la cima.
Unos meses más tarde volví y con paso firme me dirigí a la cumbre, desde donde se contemplaban unas vistas tan hermosas del valle, en la cara sur, y de los verdes prados, en la cara norte, que decidí quedarme a vivir allí para siempre.
Por Pablo Poó Gallardo.
Donde está ese lugar mágico, Pablo?
Es más bien quién es ese lugar mágico. Todos tenemos uno al que acudir. Somos afortunados.