Nunca me ha gustado que me interrumpan cuando estoy en mitad de la calle con la bicicleta panza arriba intentando colocarle bien la cadena. Supongo que para quien no monta mucho en bici quizás resulte un poco espectacular ver una bici boca arriba, pero la verdad es que en ese momento lo último que necesita uno es que vengan varias personas a aplicarle su mejor remedio o a darle consejos del tipo “es que deberías echarle aceite de vez en cuando”, “es que las bicis hay que cuidarlas”, “quizás sea el cambio de marchas” o “¿dónde te la compraste?”. El otro día me dejó tirada nada más salir del portal y me preparé para lo peor, ya que no podía haber mejor escenario para el desfile de opiniones que estaba a punto de suceder. En cambio, algo me aguardaba esa mañana:
-Hola – escuché a mi espalda una voz ronca, pero no estridente, al revés, más se parecía a un susurro.
– Hola, ¿qué tal?-dije con el piloto automático mientras me afanaba en mi labor.
Tardé unos minutos en darme cuenta de que la voz no había continuado como esperaba. Me giré. El silencio me había hecho pensar que no encontraría a nadie, pero me equivoqué. Pegué un respingo, porque allí estaba. La mujer más vieja que he visto en mi vida es vecina mía, se llama Carmela y, allí estaba, encorvada, diminuta, enjuta pero maqueada, muy bien peinada. Me observaba.
-Mmm… ¿Necesita usted algo, Carmela?- pregunté intentando no mostrar mi contrariedad injustificada.
Con un gracioso movimiento de hombros, cogió impulso, aire fresco por su nariz agrietada.
– No, hija, no, sólo te estaba viendo. ¿Te molesta?- odio a la gente sincera, porque la mayoría de las veces no les puedes rebatir nada.
– Nooo, por Dios, Carmela…
– ¿Te gusta ir en bici?- hablaba con calma, se tomaba sus tiempos, como si estuviéramos tomando el té, cada una en su butaca. Tenía sus manitas cruzadas sobre su discreto abdomen.
– Sí, es lo más cómodo. No hay tráfico ni semáforos, no necesitas buscar aparcamiento… No está mal.
– Oye, niña, qué bueno. Y además, sabes arreglarla, ¿no?- mi capacidad de charlar, a la vez que contenía mi frustración porque la cadena no rodaba, disminuía.
– Bueno… lo intento. Se hace lo que se puede- y se la devolví para terminar con el diálogo de besugos -.Oiga Carmela, ayer tuvo visitas, ¿no?- como buena vecina, escuché que subía a su piso con dos o tres personas más, rondando su edad. No me interesaba lo más mínimo, pero mi madre me enseñó desde pequeña a evadir preguntas haciendo otras.
Silencio. Con Carmela es como si pagaras por cada aliento. Para ella respirar es como si el aire debiera ser meticulosamente aprovechado.
– Bueno… sí.
Después se queja mi madre de mis monosílabos. Carmela no se quedaba atrás. Parecía que escuchaba mis pensamientos. O quizás era ella la que pensaba y pensaba, con el mismo cuidado con que respiraba.
– Son mis amigos de la cabaña.
Ante semejante respuesta ya empecé a pensar que bendita la hora en la que toqueteé la cadena y los frenos el día anterior, y que más valía haberla dejado como estaba. Puñetera bici que me hacía escuchar ya, no sólo las lamentaciones de gente aburrida o los sueños de mecánicos frustrados, sino los delirios de viejas chochas que viven en cabañas.
– Somos cuatro amigos y también, las veces que se lo permiten, viene mi nietecito. A veces no nos entendemos muy bien, pero nos queremos mucho. Dicen que todos, aunque seamos diferentes, tenemos algo que aportar, ¿no? Pos eso será.
Al fin, la cadena rodó.
-Bueno, Carmela, que me alegro mucho de verla. ¡Hala! ¡A seguir bien!- volé.
Al cabo de dos días me acordé en la cena de este episodio de la cabaña de Carmela y se lo comenté a mis padres.
– ¡Pues no que la Carmela, de arriba, la trola que me ha metido! Dice que los que vienen a verla son sus amigos de “la cabaña”.
Silencio. Qué manía…
– Oye, ¿qué pasa?- intuí que había pocas ganas de explicarme, pero insistí, para que mis padres creyeran que sí me interesaba la vida de Carmela. Nunca hay que rendirse y, ante los padres, menos.
– ¿Has visto a los señores que suben a veces con ella? -mi madre se puso seria, me había metido en el fango hasta el fondo, un fango del que ya no podía salir.- Pobre Carmela, no sabe uno si reír o llorar cuando pasan por la acera. Cada uno tiene una cosa y siempre van un ciego, un sordomudo, un señor en silla de ruedas con las piernas amputadas o yo qué sé qué, y su nieto, que puede rondar tu edad y sufre una especie de autismo. Nunca me entero bien porque me da apuro preguntarla. Por lo que se ve, se conocieron en un centro de ocio que había hace unos años, llamado La cabaña, donde las personas que estaban en el centro psiquiátrico de abajo de la calle, bien porque estuvieran por voluntad propia o porque estaban terminando su estancia, podían reunirse para tomar algo o para jugar a algún juego de mesa con gente del barrio. Es para verlos paseando. Apenas hablan, porque no se entienden, pero en cambio a mí me da la sensación de que se entienden… No sé, es muy raro, ¿verdad, Manolo? Juntos se les ve estupendamente.
Mi padre, parco en palabras donde los haya:
– Chari, se entienden mejor que tú y que yo. Hazme el favor de comer que el filete se te va a encartoná– mi padre, un hombre gráfico también donde los haya.
Ya no puedo ir a La cabaña, pero desde que conocí a Carmela y sus amigos, me da por pensar que todos tenemos nuestro lugar en el mundo. La cabaña sólo había permitido dejar los prejuicios en la puerta y se consolidó como hogar de las diferencias, un lugar donde quedaban protegidas del rechazo, para ser útiles para otros.
No sé la “diferencia” que caracteriza a Carmela. Ella camina despacio y, cuando ve que la adelanto con la bici, dice que piensa: “Vuela pajarillo, vuela alto, que yo me quedo aquí abajo velando los pastos”.
Por Mawi Justo.