—Voy por el postre—dice su esposa. Arrastra la silla. Deja en la mesa uno de esos vacíos sin solución.
El sargento en la reserva Luciano Echeverría exige silencio con su mano cuartelera. «Chhhsssssss». Atiende al telediario mientras divide en trozos muy pequeños un filete de hígado de cerdo. La situación se antoja preocupante en Oriente Medio. Probablemente intervendrán los cascos azules. Luciano amontona una guarnición compuesta por patatas, guisantes y zanahorias baby. La intención es alternar carne, guarnición y sorbos de un ribera crianza. El postre son natillas caseras. Coronadas por una rama de canela. Los martes siempre toca natillas. Los martes, y el resto de la semana, es la mujer de Luciano la que arrastra la silla y trae el postre. Un dirigente ecologista lucha por convencer a un micrófono de la necesidad de instalar comederos de perros en las calles. Luciano Echeverría da buena cuenta del segundo plato y en su interior coloca los cubiertos en posición paralela a la espera del postre. Su esposa nunca ha mostrado disgusto al ir por el postre. Luciano toma un último trago de vino. El sargento considera que constituye un acto de amor hacia él y que es una acción que efectúa con agrado. ¿Qué hay de malo en ello? El ámbito doméstico pertenece a su esposa, él ya bregó bastante con imberbes de Villaconejos de Arriba y aprendices de Napoleón. Entre su esposa y él se ha forjado con el paso de las décadas un respeto que no necesita de regalos por el Día de los Enamorados. Todo fluye de manera natural. Comederos de perros, Santo Dios. ¡Coño! ¡Su esposa siempre condujo! ¡Se empeñó! «¿Te llevo al cuartel?». «No jodas, Asunción». Su matrimonio es un reloj donde cada aguja sabe lo que tiene que marcar. Así treinta y ocho años. En el telediario repasan la última jornada de Liga. Luciano Echeverría recoloca los cubiertos del segundo plato. Los de Deportes siempre parecen más relajados. Llevan peinados más modernos y las corbatas ligeramente desanudadas. Nota cierta incomodidad. Últimos estrenos de cine. La confortable voz de Frank Sinatra en el centenario de su nacimiento. Se repasa los dientes con la lengua. Tamborilea la mesa con los dedos. Valora la posibilidad de tomar otra copa de vino. Una fugaz borrasca entrará mañana por el noroeste. ¿Por qué tocar lo que siempre funcionó? Mira hacia el largo y oscuro pasillo.
—¡Asunción!—El telediario ha terminado.
Luciano Echeverría decide abandonar la mesa y marca el paso hasta la cocina. Sus pasos resuenan por debajo de los anuncios televisivos. Ya en la cocina, echa un vistazo a su alrededor y fija su mirada en el frigorífico. Entonces, al ver la lista, comienza a comprender. Está sujeta con un imán con la leyenda «Gibraltar español». «Pondré aquí el menú, papá, así no se me olvida», había dicho su hija una semana después del entierro. En el imán hay tres monos envueltos en la bandera de España. «Te he dejado las natillas en el frigorífico», había dicho su hija antes de marcharse. Hoy es martes. El dedo de Luciano recorre el papel. Efectivamente, martes, tocaba ensalada mixta, filete de hígado de cerdo y natillas caseras. Luciano coge sus natillas y vuelve al comedor. Suena de fondo la sintonía del programa del corazón. No hay rama de canela en las natillas. El presentador desenreda un romance como si estuviera oficiando misa. Y es solo ahora, de nuevo acomodado en una mesa con un solo plato y una sola copa, tras la primera cucharada de natillas, cuando el sargento en la reserva Luciano Echeverría no puede contener una lágrima.
Por José Pedro García Parejo.
vaya telita… Jartá de reí… Jose Pedro, una vez más el tobogán me ha hecho despeinarme de emoción. Grande.
Me parecía un cabroncete al principio, pero luego me ha causado ternura.
Los pequeños detalles, esa cotidianidad que cualquiera identificamos, hacen que el final sea aún más atronador 😉
¡Genial!
Acomplejante relato.