—Tú también cambiaste… ¿Por qué me siento como una fracasada por haber cambiado yo también?
—Cuando uno pasa demasiado tiempo sobre el fango, naufraga sobre la tierra firme. Es normal. Es el trauma de la metamorfosis. Sé cómo te sientes, eres…
—Ya lo sé, soy un fraude —saltó ella.
—… un capullo vacío —dije yo. Los dos dijimos nuestras siete sílabas al mismo tiempo. Bueno, ella las dijo en voz alta y yo las dije con lo único que me funcionaba ya, el pensamiento—. Como quieras, yo no lo veo así. —le respondía yo. Mi nieta ya no podía escucharme, pero qué más da. Desde lo que pasó, ella venía a visitarme al único lugar donde tiene cierto sentido hablar con los que habitan entre la vida y la muerte, ese limbo en el que entra un hombre de 73 años cuando se mete en los problemas de su nieta conflictiva y le acaban dando un golpe en la cabeza que desemboca en un coma estable pero indefinido. He sido boxeador, me va la marcha, pero sabía que el amor que sentía por mi nieta era el rival que algún día me pondría contra las cuerdas. Y en esas estábamos. Al verme allí sin poder expresarme, rodeado de cables y máquinas, y conociendo al dedillo mi estado de ánimo por mi respiración, ella me decía todo aquello que se le pasaba por la cabeza. Estuve a punto de perderla, pero eso ya pasó. Ahora sus reproches sonaban como una canción.
—Es que así es como me siento. Como un fraude. Como un puto gusano normal y corriente que lleva años con una crisis de identidad porque su progenitor no supo decirle cuán mediocre era y, en su lugar, le llenó la cabeza con la idea de que un día pasaría una etapa crítica, construiría un muro a su alrededor en forma de duelo y cuando estuviera listo se convertiría en mariposa. Suelo, alas, reptar, volar, tierra, cielo, lo más bajo y lo más alto. Una vida vista y soñada a través de un prisma de contrastes para, finalmente, llegar a este punto. Nuestro sombrío encuentro, tú desde las gradas del otro mundo, yo desde las gradas también, pero viendo otro partido. Dos meros espectadores, eso es lo que somos y eso es lo único que tenemos en común. El patio de butacas.
No tenía que jurar que era actriz. Qué drama. Qué chapa me estaba dando. Era gracioso verla y escucharla a la vez. Ella hablaba conmigo como si yo estuviera allí, discutiendo y en plenas facultades. Caminaba pocos metros de un lado a otro. Siempre me recordaba a su madre cuando se irritaba, porque gesticulaban y se movían al ritmo de su corazón. Así podía saber hasta qué punto estaban enfadadas. Bastaba con observar lo rápido de sus movimientos para hacer un diagnóstico de la situación y valorar la gravedad de mis actos. Las palabras nunca hablan tanto como nuestro cuerpo, y ella lo sabía. Por eso Marieta, al igual que su madre, era actriz.
—Me habría gustado hacer tantas cosas corrientes. Buscar un buen trabajo, bien remunerado y que no me ocupara todo el día. Buscar un marido estándar, que me hiciera creer que me quiere, que tuviera cierta pasión por algo y que fuera capaz de aparentar bienestar aunque el mundo lo estuviera consumiendo por dentro. Me habría gustado ser una mujer conformista, glotona y un poco dada a la bebida. De esas que todo lo arreglan con un «piérdete» al hijo que siempre quisieron y que luego se arrepintieron de tener. De esas que están justificadas, porque no han tenido mucha inquietud en la vida, y entonces el mundo y la sociedad se las han comido. Una víctima de esas que se autoproclaman «no aptas» para cambiar de vida, que no entienden ni la metamorfosis de un insecto, no por ignorancia, sino por indiferencia. En cambio, mírame. Ex-reclusa, ex-drogadicta, ex-ninfómana y ex-esposa. Una mujer cuya especialidad es la evasión de la realidad en un mundo donde, tanto lo bueno como lo malo, va a un ritmo vertiginoso. No soy capaz de agarrarme a nada tan fuertemente como para que me ayude a salir a flote. He pasado tanto tiempo cerca de la muerte que en la vida me siento perdida, y tú, que tanto amabas la vida, seguro que te sientes ahora tan perdido y desamparado como yo, Rockhound.
Marieta nunca me llamó abuelo, sino que usaba mi apodo de boxeador. Me lo puse en honor al Rockhound State Park, la reserva a la que solía ir cuando niño cerca de la frontera mexicana. Allí fue donde conocí niños de razas que nunca he vuelto a ver, de familias y clanes que lograron pasar la frontera subidos en la bestia, el que sigue siendo el tren de los desesperados. Ellos me enseñaron la diferencia entre ser libre y ganarse la libertad. Entre pelear por rabia o usarla para ganar dinero. De ahí que Marieta hablara de gusanos y mariposas…, siempre inculqué a mis hijos el gusto por el cambio cuando la vida nos arrastra hacia lo que no queremos ser, y ellos parece que lo mismo hicieron con su prole.
Desde que decidí meterme en la oscura vida de Marieta para sacarla, le advertí que, si moría, tendría que hablarme aunque fuera ante mi tumba: «Hazlo, y así no naufragaré por las aguas del inframundo» le dije. Después de todo, no era más que una chica joven a la que le seguían gustando las leyendas.
Y allí estaba, relatándome sus dramas y comedias para ver si aferrándome a esa vida que comenzaba, salíamos de esta.
Cual mariposas, una vez más.
Por Mawi Justo.