Ella duerme en el lado izquierdo de la cama. No fue algo acordado sino solo un gesto que de arbitrario se transformó en rutinario y así hasta hoy. Duerme a ratos; el resto del tiempo sueña. Por eso cada día se pasa una hora frente al espejo intentando maquillar las ojeras. A veces hasta lo consigue, aunque su compañera de la sección de pedidos provinciales siempre termina diciéndole que tiene mala cara. “Nací con mala cara”, responde. Al día siguiente, volverá a nacer con mala cara.
Pasa la jornada laboral entre partes de entrega y llamadas telefónicas. Él no suele llamarla. De hecho, no la llama nunca. Las veces que al salir del trabajo a las seis se va con los amigos para tomar cervezas, da por sentado que ella lo sabe. Así que cuando descuelga y oye su voz se queda paralizada.
—Hoy no me esperes a cenar. Tengo que desmontar el motor de un Volvo y me va a llevar tiempo. Si eso, cena tú. —Después cuelga. La primera vez en siete años de matrimonio. A ella esa llamada ya no la deja pensar en otra cosa. “¿Desmontar un motor? ¿No puede hacerlo otro? ¿No quiere que lo haga otro? ¿Que cene yo “si eso”?”
— ¿Te pasa algo?—pregunta su compañera tapando con la mano el micrófono de sus auriculares— Hija, ni que tuvieras dos niñas como yo, que si una se pelea con la otra, que si la pequeña se hace pis en la cama, que si la mayor no quiere comer nada. Vamos, que tú con tu marido bien a gusto que debéis estar.
Ella no dice nada. Está acostumbrada a no decir nada. De pequeña, sin embargo, no hacía más que responder a todo, como aquella vez que su hermano le tiró del pelo con saña y ella le lanzó un vaso de agua por encima justo cuando llegó su madre. Entonces respondió por aquella bofetada que no se merecía. Y siguió respondiéndoles a su madre y a los profesores del colegio hasta que un buen día dejó de hacerlo.
Al salir del trabajo decide darse un paseo. Es abril y el sol tarda en caer. Le resulta agradable observar a la gente. Se fija en sus caras, en sus ojos. Se le va la mirada tras las parejas que caminan juntas de la mano. Sobre todo, las que andan abrazadas. Las mira como se mira a una mariposa que de repente baila frente a ti antes de desaparecer. Esas cosas aún la emocionan.
Una vez en su casa, empieza a pensar de nuevo en lo extraño que le parece el aviso de su marido. Y esa idea da vueltas en su cabeza como si fuese una lavadora. Hasta le pone suavizante al pensar que por primera vez ha tenido el gesto de avisarla con antelación, no como cuando se queda por ahí en algún bar hasta la hora de cerrar y llega con ganas de seguir bebiendo. Esta vez ha dado señales de vida. “¿Será bueno o malo?” No sabe responderse a sí misma, con lo respondona que era.
Prepara la cena. Tortilla de patatas. Le guarda un trozo a él. Piensa que tal vez vuelva con hambre. La coloca con delicadeza en el horno. Se sienta frente al televisor pero no ve nada. La lavadora sigue puesta y como lleva ya mucho tiempo funcionando, empiezan a desteñirle las ideas. Reflexiona sobre lo triste que resulta esperar a alguien al que ya no quieres por el mero hecho de no sentirte sola. Esperar como se espera que lleguen las rebajas. Para sentirte feliz por comprar lo que necesitas, o lo que dirás que necesitas, como se dice lo que queremos oír.
Su espera es una esperanza de color verde sin esmeraldas. Un empate a cero en las emociones. Sabe que el amor nunca resulta gratuito. Tiene que existir una cierta correspondencia. Tal vez él esté buscando su correspondencia en otros brazos mientras ella ve que Jesús Mariñas se ríe de Belén Esteban. Seguro que el Volvo es una mujer. Está segura. Ella no le corresponde en la cama desde hace meses. Ya no recuerda desde cuándo. Tampoco le apetece y en parte espera que él le pregunte qué le ocurre. Mientras tanto, deja pasar los días y las canas y se cruza de brazos ante el televisor. Es cuestión de paciencia, como su madre siempre le repitió: “Con los hombres tienes que tener mucha paciencia”. ¿Cuánto será mucha?
Está cansada. Sin embargo, ella cree que él parece contento. Nunca le pregunta nada. Tan solo si le ha ido bien en la oficina pero no la mira como esos enamorados que ve pasear por la calle, agarrados de manos y brazos. Ni siquiera le pregunta el porqué de su mala cara. Y ella por alguna razón, siempre espera más de lo que da. Él puede que se sienta bien así -conjetura-, que esté contento, como uno de esos vendedores de pañuelos que siempre te encuentras en el mismo semáforo a la misma hora día tras día y al que saludas por vergüenza o mala conciencia mientras él sonríe de oreja a oreja. Quién sabe.
A veces sucede que las cosas son como deberían ser y no como suelen ser. Él aparece a eso de las doce de la noche con aspecto desaliñado. Le sonríe e inmediatamente se va al cuarto de baño. Ella pone sus pensamientos a secar. Respira profundamente y hace como si le interesara aquel programa del corazón. Oye el agua de la ducha. Al rato, él aparece con el pijama de rayas azules. Tiene hambre, le dice. Ella se levanta y le pone la tortilla en la mesa. Lo observa comer con ganas. Le trae una cerveza que él no rechaza.
—Esta gente siempre están igual. Menuda panda de maricones — comenta con un trozo de tortilla en la boca.
—Sí. Ahora dicen que si la Preysler está con Vargas Llosa por llamar la atención, ya ves —dice ella. Y después, cada uno amoldado a su sillón, se quedan viendo los anuncios publicitarios sin decir nada.
Por Sara Coca.