Me hice lunero por oposición. Un temario accesible: lengua, matemáticas, un poco de historia, Office nivel usuario, conocimientos de astronomía de 3º de ESO y educación física de Primaria. Sólo con el test número 77 de agudeza visual y auditiva se pusieron quisquillosos. No me dieron cuartelillo. El puesto lo requería. No en vano el Manual de Funciones del Lunero detalla que “será el primer contacto entre la Humanidad y cualquiera de todas las otras posibles vidas inteligentes que moren [sí, sorprende el uso de este verbo, pero la cita es textual] el Universo”. Y, en definitiva, esto exige, y estas son mis palabras, tener las orejas y los ojos bien abiertos para verlos venir. El don de gentes, sin embargo, no era requisito obligatorio, aunque sí deseable. Cosa que me sorprendió también. Quizá en el fondo no tenían mucha fe en que ningún morador acampara por la Luna.
Sea como fuere, aquí estoy yo. Lunero del Estado. Un buen sueldo y un puesto con carácter vitalicio. Convenio propio y horario flexible.
Partí un tres de agosto. La fecha la elegí yo. Mi particular homenaje a Colón. Y en menos de una semana (6 días y 13 horas), no sólo había alunizado con éxito, me había instalado en la nave home y había encontrado el mejor lugar para asentar mi oficina de Atención al Visitante. Un modesto despacho pero coqueto y con las mejores vistas que puedan imaginar. De hecho, la mayor parte del tiempo lo paso fuera, paseando por la grisácea superficie lunar. Ojo y orejas avizores (como requiere el puesto) pero en comunión con el Universo que se extiende ante mí.
Los días cinco de cada mes envío el informe de situación. Es la parte más aburrida (gráficas con el número de visitantes, áreas y oportunidades de mejora, bla bla bla…), por fortuna no me lleva mucho. No les miento a ustedes, ni a mis supervisores. Ellos saben que, empujado por las circunstancias, dispongo de mucho tiempo para mí. Por lo demás, soy un trabajador irreprochable.
Así que, sí, paseo por la superficie lunar con frecuencia en busca de olvidados y pequeños pasos para el hombre, huellas de alguna civilización selenita o despistada chatarra espacial. La otra tarde, en plena caminata me sorprendió la lluvia. Les juro que es lo más hermoso que he visto en mi vida. Ni yo puedo describirlo ni ustedes pueden imaginar siquiera la sensación de sentirse empapado, calado hasta los huesos, de una lluvia de estrellas.
Y sin embargo, nada es comparable a ver cómo amanece en la Tierra. Cómo ese Sol pendejo (curiosamente desde que vivo en la Luna me siento un poco enemigo suyo), se abre paso, bañándolo todo de luz. En ese momento siempre hago dos cosas: dar gracias por mi agudeza visual (quizá para eso era requisito obligatorio del puesto) y pensar en ella.
Sí, es mi única pega a este trabajo. Que también aquí pienso en ella.
Por Patricia Nogales Barrera.