Gael mira atentamente el orificio de bala en el costado del Suizo. Brota sangre con ese ritmo de agua chocando contra las rocas. Borbotones de agua sucia y plasma.
– ¿De verdad que no te duele?
La cabeza mínima del Suizo gira hacia otro lado, como si no hubiera una parte de su angosto cuerpo de refugiado o de la propia estela de su paso por el mundo que le doliera menos que aquel orificio encharcado de sangre brumosa.
– Me quedé dormido, Gael, y cuando me desperté ya estaba así. Maldita sea, no quiero que me pongan una inyección. No permitirás que me pongan una inyección, ¿verdad?
– No, no lo permitiré- dice Gael temblando porque el Suizo nunca antes le había pedido nada e intuye que aquello puede ser peligroso aunque no sepa exactamente en qué consiste una inyección.
– Gael, ahora quiero que me acompañes a ver algo –dice el Suizo somnoliento-. No es un lugar para una señorita pero quiero enseñarte la luna portuguesa.
Lejos de las avenidas y las autopistas sólo quedan caminos profundos, círculos de turba y ensenadas de melancolía, donde se pudren lavadoras boquiabiertas y esófagos artificiales. Barcos pesqueros que fueron arrancados de las olas. El puerto ruge a lo lejos. Los gigantes se doblegan en las alturas, sometidos. Las grúas retuercen sus trompas y sus cornamentas y dejan óxido en suspenso, flotando entre sirenas mientras las dos tenues figuras, frágiles, sucias y también indemnes cruzan las alambradas sin perros.
Hace frío y entre los dos apenas suman medio zapato, un abrigo de poliéster y una gorra de lana con chapas. Se abrazan un momento y siguen caminando. El Suizo guía con la mirada. Su caminar ya es burbujeante en el zapato. Cada vez que habla se le escapa un chorro de sangre. Gael intenta vendarle la herida pero él no permite que ella renuncie a parte de su camiseta favorita de Chupa Chups.
– No estoy herido, no te preocupes por mí. Yo siempre tuve ese agujero en el costado, sólo que tú no te diste cuenta antes. No es la bala lo me va a matar, sino lo otro.
Llegan al final del puerto, caminan junto a los muelles abandonados, donde ya no atracan grandes cargueros. Los almacenes digieren salitre y eso los hace traslúcidos. Hay petróleo en el agua. El Suizo se apoya en la pared húmeda de un silo. Es aquí. Gael mira al cielo pero no encuentra la luna, ni siquiera ha anochecido. Escucha, escucha. Y el Suizo empieza a cantar con voz ronca, con mala entonación, con un reflujo de muerte. Gael quiere detener ese pequeño hilo de voz que chorrea por debajo de la camisa. Sabe que su amor se está desangrando pero no quiere interrumpir.
En el fado un niño mira a una mujer desnudarse bajo la luna portuguesa. Esa mujer no es ella pero a estas alturas ya no le importa. Parece que cante también desde la herida de bala, como si se escapara un silbido de allí adentro, como si todas las tartas de cumpleaños de su vida hubieran sido alquiladas.
Al final ella arrastra su cuerpo hasta el agua y el crudo que flota en la bahía. El Suizo se hunde rápidamente. Ella se muestra un segundo orgullosa de él por haber sabido ser barco y hundirse. Después mira la pared del silo y descubre una mancha acuosa, con forma de luna chata y fea y media. Gael le hace una foto con su móvil y la cuelga en Twitter para no olvidarse de ella.
Por Davor Bohórquez.