Su parte analítica, la mayoritaria, intentaba racionalizar lo que se desarrollaba ante sus ojos mientras su mente irracional, un pequeño corpúsculo que había ido menguando década a década, le pedía que probara a pellizcarse el brazo para comprobar si estaba soñando. Era una estupidez, por supuesto. No te puedes pellizcar mientras llevas un traje espacial.
La radio chisporroteó débilmente, anunciando el inicio de una transmisión.
– ¿Qué le parecen, teniente?
¿Que qué le parecían? No tenía sentido. Por un lado era un espectáculo verdaderamente bello y tan hipnótico como mirar una fogata. Pero al mismo tiempo discordaba con todo lo que le habían enseñado. ¿Que qué le parecían? Le parecían irracionales y maravillosas y enloquecedoras y mareantes y mágicas e imposibles. Pero allí estaban. Afortunadamente, con una frase, el comandante le había dado algo sobre lo que reconstruir su percepción de la realidad, ese enorme y sólido castillo de arena que había ido levantando a lo largo de su vida y que esas luces habían disuelto en segundos, como si fuesen olas del mar: “¿Qué le parecen, teniente?”.
Esa pregunta implicaba que al comandante no le sorprendían las luces. Que probablemente ya las hubiera visto antes y que, de hecho, contaba con que ella también las viese. Y si todo eso era cierto, cosas que hasta la fecha le habían parecido ridículas, (como conspiraciones mundiales, conocimientos ocultados a la opinión pública o contactos con extraterrestres) se convertían en explicaciones lógicas de por qué a 35.000 kilómetros sobre la Tierra, en una órbita geoestacionaria, había una bandada de luces revoloteando en el vacío.
– Lo habéis mantenido en secreto. Se lo habéis ocultado a todos. ¿Por qué?
– Voy a salir. Prefiero verlas mientras hablamos y desde aquí dentro no se ven bien.
Ella se quedó flotando en el vacío del espacio. Su mente científica empezó a recuperar el control mediante preguntas concretas que la ayudaban a concentrarse. “¿Cuántas luces hay?”. Intentaba contarlas, pero se cruzaban muy a menudo y muchas de ellas eran muy parecidas. Era como intentar contar un banco de peces. Decidió dividir el ovillo de luces móviles en cinco partes e intentar estimar las luces que podía haber en una de ellas. Contó unas diecisiete, por lo que el número de luces rondaría la centena.
“¿Son todas iguales?”. No lo parecían. Unas eran mayores que otras y además no todas brillaban con el mismo color. Sin embargo, cuando intentó aislar el movimiento de una luz grande ambarina, descubrió que no estaba segura de que las luces mantuvieran el tamaño o el color constante.
“¿A qué distancia estaban?”. Era muy difícil de calcular porque no tenía más referencias fiables en el espacio. Sin embargo, parecía evidente que estaban en la misma órbita que ella por lo que podrían estar a unos cien metros de su posición o a un par de kilómetros, dependiendo del tamaño real que tuviesen las luces, que también era desconocido. Podrían ser del…
– No puedo disculparme por no avisarla de lo que iba a ver.
La figura del comandante embutido en su níveo traje apareció flotando a su derecha. El cable que le unía a la nave parecía un fantasmagórico cordón umbilical.
– ¿Por qué no? ¿Cumplía órdenes?
– No, nada de eso. Allí abajo no lo saben. No hay un complot ni nada parecido. Simplemente es que no nos creen.
Por un momento la teniente dejó de mirar las luces y se volvió hacia la figura que flotaba a una decena de metros de ella.
– ¿Me toma por imbécil? Somos científicos. Nos mandan aquí arriba a investigar. A descubrir cosas. ¿Por qué no nos iban a creer?
– Pues porque somos incapaces de registrar ninguna evidencia física sobre ellas. Esas luces que creemos ver no emiten en ninguna longitud de onda que hayamos podido detectar hasta la fecha. No salen en las fotos, ni en los vídeos, ni en los medidores electromagnéticos, ni en los telescopios de radiación, ni emiten ondas de radio. Nada.
– Es imposible. Si las estamos viendo es porque emiten luz en un espectro conocido. Si nuestros nervios ópticos las detectan, las máquinas también.
– Pues no. Ya le digo que lo hemos probado todo. Cada astronauta que ha venido aquí por segunda vez ha colado en la misión algún chisme más para intentar captar las luces.
– Imagino que habrán cometido algún error, pero dejemos eso ahora, ¿por qué no han emitido ningún informe?
– Lo hicimos. Todos nosotros. Ya los del Apolo 11 lo hicieron. Pero, cuando revelaron las fotos y vieron que no había nada, los técnicos pensaron que era una broma de los astronautas. Armstrong y los demás estaban demasiado ocupados siendo unos héroes y además ni siquiera pudieron verlas bien, porque no salieron de la nave hasta llegar a la Luna, así que no insistieron. Desde entonces, cada astronauta que debuta baja con la historia de las luces convencido de que lo van a creer, sin embargo, los veteranos ya no decimos nada. Los técnicos lo han tomado como una broma privada. Creen que es una inocentada que les hacemos a los astronautas novatos. Piensan que somos los veteranos los que convencemos a los nuevos para que cuenten esa historia en tierra, diciéndoles que les van a creer, cuando sabemos que no es así. No se hacen una idea de lo espantosamente irónico que resulta.
La teniente se giró, agarró el cable de seguridad. y empezó a recogerlo para acercarse a la nave.
– A mí me creerán, se lo aseguro.
El comandante se mantuvo observando las luces, recordando la primera vez que él las vio y se dijo: “Lo dudo”.
Por Thalcave.