-Siete- decía suavemente. Su voz, apenas perceptible, se quedaba dando vueltas en mi oído hasta que el dato, tibio, entraba en mi cabeza para que lo escribiera como fruto de mi propio razonamiento. Hacía seis años que Melany me soplaba las respuestas de los exámenes de matemáticas. Desde los primeros números, las más sencillas sumas, las primeras progresiones, poco bastó para que me diera cuenta de que esa parte del cerebro no me funcionaba con normalidad. Incluso los problemas más simples a mí me resultaban imposibles. Pero ella me susurraba la solución cuando la maestra no miraba.
«110 kilómetros», decía para mi alivio frente a un cálculo que jamás podría hacer. «Fácil, tres manzanas para cada uno», sonreía. Sin juzgar, feliz por ayudarme, antes de que se lo pidiera, evitándome toda humillación pero sin renunciar a una broma: «Nene, eso deberías saberlo por descarte: 1/3». Era una genia para las matemáticas y a cambio me pedia redacciones. Una por semana. Un pequeño cuento que le traía escrito de mi casa, ella lo doblaba y lo guardaba deslizándolo en un bolsillo.
Nos sentaron juntos el primer día del primer año de colegio. Tres meses después la maestra intentó cambiarme de sitio. En lugar de a su lado, quería que me sentara con un niño nuevo. Fue un poco humillante pero la verdad es que hice un escándalo. Llantos y gritos. Es cierto que sobreactué un poco, pero no quería irme, y eso que aún no conocía su hablidad para las matemáticas. El caso es que logré mi objetivo, aunque tuve que repetir mi ataque en segundo curso y en dos ocasiones en tercero. Una de las veces hasta llamaron a mis padres. Los vi pasar a la dirección con cara de desconsuelo ante mi comportamiento, pero al final todos parecieron resignarse. Durante cada escándalo la miraba y me daba fuerza ver su reacción: se quedaba en silencio, mirando hacia abajo, con las mejillas rojas surcadas por lágrimas que goteaban como los techos de la escuela los días de lluvia.
Ya en cuarto y en quinto me sentaban a su lado, en el asiento del fondo, y allí en ese rincón del mundo Melany y yo éramos felices, entre susurros pactados y silencios cómplices.
En los recreos, mientras yo jugaba al fútbol, ella se sentaba bajo uno de los árboles a mirarme. Nunca hablábamos fuera de nuestros pupitres contiguos. Cruzábamos miradas, nos sonreíamos a los lejos y alguna vez la vi leyendo los cuentos que le había escrito.
En la mitad de sexto año nos dijeron que el último trimestre lo haríamos en un edificio nuevo. Nuestro colegio, una antigua casa, estaba en mal estado y habían decidido demolerla y trasladarnos.
Llegué al nuevo edificio y la maestra me recibió con una sonrisa. Me acompañó al fondo del aula.
-Te reservamos un lugar de la clase tal como te gusta, puedes sentarte allí- dijo señalando mi pupitre al lado de otro vacío.
Por Joaquín Dholdan.
No, Joaquín , no.
No puede acabar así, en serio?
No voy a poder dormir esta noche con tanta duda suelta.
Excelente atmósfera. Eleva, eleva, crece y de golpe PUM el masazo final.- Andá a averiguar lo del pupitre vacío.- Mucho espacio para que el lector practique de autor.-
Me encantó!!! Ese final abierto deja volar aún màs la imaginación…si me lo permitís me gustaría trabajarlo con mis alumnos y proponer crear un final.
Claro! un honor..todo tuyo y luego me cuentas…
muy bueno!!