Comenzaba la mañana. Los reflejos que zanjaban los cristales y recortaban su sombra eran amables con una noche demasiado larga, y permitían que la oscuridad se fugase poco a poco. Se había pasado varias horas metido frente a un montón de facturas que parecían acumularse en su espalda. La calculadora iba y venía en su mano y en ella hacía las mismas cuentas, cambiando el orden de lo que sumaba, esperando con poca esperanza, números posibles. En la recta final, como en la multiplicación, donde uno intuye que lo único que va quedando propio son los huesos, el orden de los factores no altera el producto, lo remarca en rojo. Los ojos cansados, brillantes de ardor, la cabeza aturdida y, de tanto en tanto, el sueño, lapicero en mano y rayón descuidado en el papel, que lo obligaba a amanecer como una imposición de quien es víctima de saber que jamás sucumbiría al suicidio.
Cuando notaba lo patético de su presente, como si se mirara de afuera y fuera otro, fuera el mismo, pero otro, sumergido en un presente impersonal más afortunado y provisto de mirada panorámica en el espejo retrovisor, cuando notaba los colores que seguramente adoptaba su cara y que el sol, cada vez más allanador, vestía en su piel, cuando una factura oculta y nueva se despegaba como naciendo de la anterior, se reía a carcajadas, volvía a hacer las sumas en la calculadora y, cuando estaba cerca del total, apretaba todos los botones como un niño que juega por primera vez. Reía y el eco de la casa le devolvía aquella risa, pero con ironía. Reía, hasta que las lágrimas le corrían por la cara, lo que le parecía más digno que simplemente llorar.
Decidió ir a la cocina y prepararse un té. Cuando encendió la luz para ver mejor dentro del mueble, la lamparita se convirtió en un fuego artificial, disparando tres, cuatro flashes a un mismo tiempo. Luego el humo, el olor y el humo. Vidrio negro, como imitando la vida y la muerte de las estrellas, el olor a quemado que seguramente los agujeros negros no tienen y nuevamente las risas, sumar al total el costo de la lamparita.
Puso a hervir el agua y debió recordar y buscar a tientas la bolsa de té y el pequeño colador que calza bien en el borde de la taza. Se golpeó, por descuido, con algún mueble, hasta que recordó la luz del pasillo que, aunque no directamente, podría reflejar un poco de claridad en su quehacer. No sabía que vivía aquella mañana, aferrado a la noche anterior.
Las gotas de limón caían en el té, que giraba en remolino acotado dentro de la taza, simulaban una nube o una galaxia muy pequeña y por pequeña, parecía compartir con los niños el sentido de la acción sobre la tela del tiempo. Pensó en los años que le tomaría a la vía láctea, por ejemplo, realizar un solo giro completo. Ahí, el limón acababa de fundirse en el agua, no había girado menos de una veintena de veces, y, sin embargo, la historia de la miseria que es la historia de la humanidad se había desarrollado completa hasta hoy, ácida, como esas gotas que un dios en algún momento pudo haber nombrado y regado en la tierra.
Probó un sorbo y sintió sobre los costados de la lengua el sabor cortante del limón. Como sucederá algún día con nuestra galaxia, también la del té había desaparecido, pero era suplantada por una serie de ondas concéntricas que iban del punto medio de los infinitos diámetros, hacia el borde de la taza y de vuelta al centro haciendo saltar las olas que coincidían. La sonrisa infantil en su cara, esa que jugara a ser dios y soltara las gotas de la miseria en la tierra, se apagó. No sintió nada, trató de escuchar con atención, pero no había nada. Los mares volvieron a su tranquilidad de pozo.
Levantó de nuevo la taza para dar un segundo sorbo y le pareció escuchar un sonido agudo muy bajo, casi imperceptible. Pensó nuevamente en el cansancio, en los números que giraban como los rodillos de una tragamonedas en el estómago cuarteado de Cronos. Cuando apoyó la taza en la mesa, esta comenzó a saltar una vez más, y ahora sí sintió la vibración de la tabla bajo sus codos, llegando a sus hombros y un ruido seco detrás de él lo levantó de golpe de su asiento, derramando el líquido que se expandía como si fuera el mismo universo en expansión. Los libros de la biblioteca se lanzaban al piso entregados a un suicidio colectivo. Miró sin comprender, atónito, ajeno a la sonrisa coagulada en sus labios. A los libros les siguió la biblioteca que se estrelló contra el suelo como queriendo ser sarcófago de tantas obras muertas y, en su apuro, levantó una densidad de polvo que llegó hasta su rostro. Las aguas temblorosas del té, que caían por el borde de la mesa, formaban en el piso un universo paralelo, fuga del primero.
Al silencio inmediato que dejó detrás de sí la biblioteca, silencio de pelusas, papeles perdidos y tierra santa, lo quebró nuevamente el sonido agudo, desgarrado, que parecía provenir de algún lugar de la casa, o de todos los lugares, o de la piel de las paredes.
El recibidor se había convertido en una masa amorfa de escombros y madera, como esqueleto que se repliega sobre sí mismo. Lo seguía el salón, que se desplomaba en ondas que iban desde el recibidor hasta el pasillo. Él aguardaba en la cocina, agazapado como un gato veleidoso, bajo la mesa, sin saber por dónde escapar. Aquel sonido afilado se convirtió en un llanto claro, punzante, pero aún no sabía de dónde provenía. El clamoreo de las paredes colisionando contra los muebles, el piso quebrado, el piano dejando notas eternas vibrando entre el caos de la casa, no lo dejaban concentrarse, ni tan siquiera improvisar una huida.
Permaneció en cauteloso silencio unos momentos, hipnotizado por la vibración de la última cuerda del piano y se sintió entrar en otro tiempo, uno espeso, rastrero. Podía ver abrirse las paredes a su alrededor con perfecto detenimiento y en absoluto silencio. Era como si sus oídos hubiesen quedado colmados de un aire crudo y pastoso. Veía desprenderse un trozo de techo y caer con la misma suavidad que una hoja que se escapa del pico de una paloma, una tarde sin viento.
Cuando la hoja de cemento impactó contra el suelo, se desintegró como una granada en mil partes diminutas, todas distintas entre sí, cada una única y movida por una trayectoria propia, apuradas al encuentro de un espacio que las albergara.
El llanto se reanudó y penetró en aquella nube de tiempo condensado en el que se hallaba, atravesándolo como un aullido. Se levantó brusco, rasgando el aire a su alrededor, arrojando la mesa con su espalda y comenzó a correr entre los escombros, decidido a encontrar a aquella alma que clamaba desde algún sitio. El pasillo parecía un campo de centenares de minas accionadas. Debía moverse presto para evitar las explosiones que perseguían su trayecto con solo instantes mínimos de demora. No podía detenerse. El llanto se escuchaba con más fuerza e impedía a cualquier duda instalarse entre sus sienes. Se paró en la puerta del baño, pero no era de ahí que provenía y aunque las tuberías se anudaban a sí mismas entre tanta destrucción, el llanto era lo suficientemente llanto como para ya no confundirlo con nada más. Miró en el cuarto de lavado, las paredes comenzaban a ser cruzadas por una única grieta que avanzara como una serpiente o un río ganando terreno en el diluvio.
Llegó hasta su cuarto. La cama llena de polvo y escombros, el placar caído en el suelo con la espalda cubierta de ladrillos y cemento. Se aproximó hacia él. El llanto era más poderoso, como si vaticinara la locura o la muerte. Empezó a luchar con los trozos de lo que otrora fuera su vivienda, descubriendo, poco a poco, el fondo del placar que miraba al techo como en gesto de misericordia o esperando los latigazos del castigo. Con uno de los ladrillos golpeó la madera, tratando de abrir un hueco que le permitiera hacer palanca y descubrir finalmente al dueño del llanto. La hendidura se cobró varios minutos y heridas en sus manos. Finalmente logró abrir el espacio suficiente para meter ambas manos y buscar. La ropa estaba amontonada dentro y la movía y apretujaba buscando músculos, un brazo de aquel niño que clamaba con filo, una mano que fuera al encuentro de otra. Pero nada de esto sucedía, y el llanto, lejos de ceder, se esparcía como haciendo eco en cada instante anterior y volviendo redoblado, triplicado, infinito.
Tomó nuevamente el ladrillo y abrió otra grieta a un lado de la anterior. Repitió la acción batiendo sus manos dentro del mueble hasta que dio con algo duro dentro de una camiseta muy pequeña que salió sin problemas por el hueco. Tenía un diseño de autitos de colores y manchas de humedad. La desenredó con cuidado y de dentro extrajo una minucia de espejo con borde ancho de plástico rojo, que colgara de su cuna milenios atrás. Buscó su reflejo, pero la figura que devolvía el cristal no coincidía con la suya. Aquel otro lo miraba, desde su mano, confundido, intranquilo, cargado de una angustia ancestral. Las miradas se sostuvieron un tiempo que parecía nuevamente espesarse. Paulatinamente, los gestos, los rasgos, el brillo dorado de algunas cicatrices, fueron coincidiendo de un lado y otro del plano. El rostro del espejo cerró despacio sus ojos, su boca se distendió definitivamente y el llanto finalmente cesó.
Por Javier Montiel.
Relato contundente, original, bien escrito. ¡Mas relatos de Javier Montiel!