Hay un rincón, hay un rincón escondido que palpita su gorgoteo apenas, su pulso de agua suicida, sus gotas resbalando –cloc-, deslizándose –cloc-, con su grito sordo de caída libre a la humedad –cloc, cloc, cloc-.
Hay un rincón (que no esquina) respirando oculto bajo la piedra de los muros, agachado, encogido sobre sí mismo como un niño jugando al escondite, quizás aún orinándose con su tensión de décadas, rogando en la lengua de lo estático por sobrevivir al virus de la modernidad, ése que acecha desde hace años con sus implacables pasos de gigante inglés o americano.
Hay un rincón todavía invisible al final de minúsculas calles encaladas, el centro de un laberinto donde girar siempre a la derecha no lleva a ninguna parte, imposible meta que a veces duerme un sueño antiguo bajo el bamboleo y al compás de las palmeras. Entonces, sólo entonces, al saberse seguro, el tiempo todo bosteza con su cansancio de anciano centenario, se acomoda dentro de su lecho de roca y mármol y permanece de nuevo inmóvil, anclado a la tierra, inspirando el paso de los días y el olor de azahar de los naranjos en primavera. Escucha el viento en las alturas, entre las hojas, como un rumor de faldas somnolientas, y recuerda a los hijos que se fueron, nos recuerda, me recuerda, apenas un paseante indefinido en la eternidad de sus crepúsculos de oro.
Hay un rincón de muros rojos y castaños desconchados por las horas, cubiertos de enredaderas, invadidos por el verde de arriba a abajo, acariciados por miles de dedos diminutos que se extienden a lo largo de la piedra como ansias silenciosas, deseos de poseer la eternidad como las alas de una libélula entre las manos, robar los segundos acumulados y engullirlos en su cascada de ramas –en verano florecientes, en otoño deshechas y oscuras, perlas sin brillo, rubíes desgastados en el rosario innumerable de una garganta vieja-.
Hay un rincón donde al atardecer canta una guitarra sus acordes de tiempos árabes, se queja entre notas, lo envuelve todo con su voz y su figura de mujer reclinada, su oscuridad resonante en el estómago, su columna vertebral vestida de escalas, su gravedad alzándose hasta la placa de cerámica de aquel poeta que también recordó, que también añoró, como se añoran, por nostalgia o por exilio, las flores del magnolio temblando entre las hojas.
Sé que ambos escuchamos melodías que nunca dejaron de vibrar bajo la piel, ritmos que depositaron en la orilla del pensamiento memorias más felices, épocas de luz, de barrios alegres, de vendedores de castañas y subastas en los mercados semanales, de fruteras predicando las virtudes de naranjas prietas, esas sandías a punto de reventar y un sinfín de cerezas, cerezas, cerezas rebosantes de color y aroma, tan dulces como su nombre.
Sé que ambos nos fijamos en los dedos de un guitarrista cambiante cada tarde y en la expresión contraída e inmutable con los siglos, los párpados casi cerrados del músico que nunca sabrá quiénes fuimos y somos –quién fue él, quién soy yo, y a veces al contrario-, que toca con dulzura o rabia o pasión condensadas en el sudor de las sienes, emociones quizás fingidas en el instante concreto, pero magníficamente interpretadas con dolor y con entrañas de poeta desdoblado en versos; así que el paseante ocasional –él, yo, ambos- siente las tres punzadas de rigor en el pecho: la del ardor antiguo que el guitarrista de la esquina saca a flote, la del fingido, la del propio.
En el aire flota una intimidad de juventud detenida en la pausa vana del presente. El goteo de la fuente de mármol y hiedra que los estudiantes dibujan por placer ensaya su ritmo único al compás de la guitarra, repite su cadencia honda en la profundidad de la caída suave de las gotas, exploradoras sumergidas para siempre en la unidad del agua acumulada. Los pétalos del magnolio del poeta tiritan como barcas mecidas por la brisa, flotantes nubes sin peso en su condición de nada aérea venida a menos. Sobre el mármol, un gorrión se baña a punto de resbalar y bebe, su pico de niño sediento abriéndose y cerrándose, su cuerpo en miniatura ahuecándose como una bolsa llena de aire, sus plumas trémulas y mojadas sumergiéndose en la fuente. Pía. Su trino suena a tardes de verano y a días en el parque. Luego, se marcha volando. Sus patas sólo dejan en el agua un rastro de flores temblorosas.
Rincón amado, Ítaca lejana que revivo en la monotonía de mis semanas grises y extranjeras. Vuelven a mí los largos días de sol, el canto vespertino de los vencejos, aquella lluvia extraña y violenta que hace crecer los charcos, tan de repente.
Lo recuerdo como un refugio atemporal en la que fue la ciudad de los poetas, hermoso paraíso donde el cielo se vuelve blanco porque el calor asciende desde la tierra; y allí la nieve es una utopía, el frío no existe, y las calles huelen a incienso todo el año, y suenan, como en eco, las campanas y los cascos de caballos en la piedra, y uno no puede evitar perderse entre sus laberintos hasta encontrar rincones con fuente y guitarra y escasos paseantes anónimos, y los niños juegan y los padres riñen y los viejos ríen, y siempre es primavera.
Hay un rincón que se recuerda por nostalgia o por exilio, escondido en la ciudad que una vez fue mía.
Bajo las blancas flores de un magnolio, alguien –tal vez fui yo- la llamó Ocnos.
Por Irene Reyes Noguerol.